Era una tarde tranquila. El sol se ocultaba tras las montañas y el cielo parecía pintado por la mano de Dios. En una banca del parque, un hombre llamado Samuel observaba a su hijo pequeño correr y reír entre los árboles. Lo miraba con una sonrisa profunda, pero en su mente había una pregunta que lo había perseguido por años: “¿Cómo puedo entender realmente lo que significa que Dios sea tres personas y, a la vez, uno solo?”.
Su hijo, de apenas seis años, se acercó y le preguntó algo simple pero poderoso:
—Papá, ¿Dios es uno o son tres?
Samuel lo miró sorprendido. Era justo la pregunta que él mismo había tenido toda la vida. Se quedó callado por un momento, buscando palabras que su hijo pudiera entender, pero también que tocaran su propio corazón.
Mientras pensaba, un anciano que caminaba con un bastón por el parque se detuvo cerca de ellos. Llevaba una Biblia gastada bajo el brazo y sonrió con ternura al escuchar la conversación.
—¿Puedo contarte una historia? —le dijo al niño.
Samuel asintió, intrigado.
El anciano comenzó a hablar con voz pausada, como quien ha pasado mucho tiempo meditando en los misterios de Dios.
—Había una vez un rey tan poderoso y tan lleno de amor, que no podía contenerlo solo para sí. Ese rey era el Padre. Su amor era tan grande que decidió expresarlo en una forma que el mundo pudiera ver. Entonces habló, y de su palabra nació el Hijo, que es Jesús. Todo lo que el Padre era —su amor, su justicia, su verdad— estaba completamente en el Hijo. Y el Hijo, al venir al mundo, mostró el corazón del Padre con sus acciones, con su compasión, con su sacrificio.
El niño escuchaba atento, sin parpadear.
—Pero cuando el Hijo regresó al cielo, el Padre y el Hijo enviaron algo más, algo que no podías ver pero que podías sentir: el Espíritu Santo. Él es como el viento que no ves, pero que mueve las hojas, que refresca el alma, que te abraza cuando crees que estás solo.
El anciano hizo una pausa y miró al pequeño.
—Dios no son tres dioses, hijo. Es un solo Dios que se manifiesta de tres formas: como Padre que nos crea, como Hijo que nos salva, y como Espíritu que nos guía y consuela.
Samuel sintió un nudo en la garganta. Aquellas palabras simples tenían más profundidad que todos los libros que había leído. No era una fórmula teológica, era una historia viva.
El anciano sonrió.
—Déjame contarte cómo se unen los tres.
“Imagina una fuente de agua pura en la cima de una montaña. Esa fuente representa al Padre, el origen de todo. El agua que brota y baja por los ríos es el Hijo, porque a través de Él fluye la vida del Padre hacia nosotros. Y el rocío que llega a cada planta y corazón seco, invisible pero real, es el Espíritu Santo. Todos son la misma agua, pero en distintas manifestaciones.”
El niño sonrió.
—Entonces, cuando oro, ¿a quién le hablo?
El anciano respondió con dulzura:
—Cuando hablas con Dios, hablas con los tres. Al Padre le hablas como a quien te ama y te cuida; al Hijo le agradeces por salvarte; y al Espíritu le pides que te dé fuerza y sabiduría. Pero no necesitas dividirlos en tu mente, porque están unidos en amor perfecto.
Samuel se quedó pensativo. Recordó los días de su infancia, cuando su madre lo llevaba a la iglesia y escuchaba hablar de la Trinidad sin entender. Ahora todo cobraba sentido. No era una ecuación imposible, sino un misterio de amor que se revelaba en la relación misma entre ellos.
El Padre amando al Hijo, el Hijo obedeciendo al Padre, y el Espíritu moviéndose entre ambos para derramar ese amor sobre el mundo.
Mientras el anciano hablaba, una brisa suave pasó entre los árboles. Samuel cerró los ojos por un instante. Sintió algo diferente, como si aquella historia se estuviera escribiendo dentro de su propio corazón.
El anciano continuó:
—Cuando Jesús fue bautizado, el cielo se abrió. El Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma, y se oyó la voz del Padre que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Ahí estaban los tres: el Padre hablando desde el cielo, el Hijo siendo bautizado, y el Espíritu descendiendo. Un mismo Dios manifestándose en tres personas, actuando en perfecta unidad.
Samuel recordó ese pasaje y se estremeció.
—Entonces, ¿cada vez que leo la Biblia puedo verlos actuar juntos? —preguntó.
—Exactamente —respondió el anciano—. Desde el principio, el Espíritu se movía sobre las aguas en la creación; el Padre hablaba, y el Verbo —el Hijo— daba forma a todo lo creado. Y cuando el hombre cayó, fue el Hijo quien vino a rescatarlo, movido por el amor del Padre, y fortalecido por el Espíritu. No hay competencia entre ellos, solo unidad.
El niño, con los ojos grandes, preguntó:
—¿Y el Espíritu también me ama?
El anciano sonrió.
—Claro que sí. El Espíritu Santo es quien pone en tu corazón el deseo de buscar a Dios. Jesús dijo: “El Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que les he dicho” (Juan 14:26). Él está contigo incluso cuando no lo sientes.
El viento sopló otra vez. Samuel miró al anciano con gratitud.
—Gracias —dijo—. Nunca nadie me lo había explicado así.
El anciano asintió y levantó su Biblia.
—No necesitas entenderlo con la mente, hijo, sino con el corazón. La Trinidad no es un rompecabezas, es una relación. Es el amor eterno compartido entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que ahora nos invita a ser parte de Él.
Mientras el anciano se alejaba lentamente, Samuel abrazó a su hijo. En ese abrazo comprendió algo más: así como él amaba a su pequeño, así el Padre amaba al Hijo, y así el Espíritu llenaba ese amor de vida. No eran tres amores diferentes, sino un solo amor manifestado en distintos gestos.
Días después, Samuel compartió la historia con un grupo de jóvenes de su iglesia. Algunos de ellos habían luchado por años con el mismo concepto. Les habló de cómo Dios no se divide, sino que se complementa. De cómo el Padre envía, el Hijo obedece y el Espíritu fortalece.
Les dijo que la Trinidad no es solo un concepto para estudiar, sino una verdad que transforma. Porque si entendemos que Dios es comunidad perfecta, aprendemos también que no fuimos creados para vivir aislados, sino para reflejar ese mismo amor entre nosotros.
Una joven levantó la mano y dijo:
—Entonces, cuando amo a alguien sinceramente, ¿estoy reflejando un poquito de esa Trinidad?
Samuel sonrió.
—Exactamente. Cuando perdonas, cuando sirves, cuando oras, estás participando de esa comunión divina. Porque el Espíritu te guía, el Hijo te inspira y el Padre te sostiene.
Esa noche, mientras conducía de regreso a casa, Samuel miró las luces de la ciudad y susurró una oración sencilla:
—Padre, gracias por amarme. Jesús, gracias por salvarme. Espíritu Santo, gracias por habitar en mí.
Sintió una paz profunda, esa que no se puede explicar con palabras. Comprendió que la Trinidad no se trata de entender con la mente, sino de vivir con el corazón rendido al amor de Dios.
Un solo Dios, tres manifestaciones, un mismo propósito: redimirnos y acercarnos a Él.
Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión.
Así como Samuel comprendió que el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una relación viva, tú también puedes experimentar esa comunión. No se trata de comprender un misterio teológico, sino de abrir el corazón y dejar que el Espíritu te revele quién es Dios realmente. Cuando ores, recuerda que no hablas con un Dios lejano, sino con un Padre que te escucha, un Hijo que intercede por ti y un Espíritu que te acompaña en cada paso.
Te invito a unirte conmigo en esta oración:
Padre celestial, gracias por revelarte como un Dios completo, lleno de amor y unidad. Gracias por enviar a Jesús, tu Hijo, para salvarnos, y por dejar al Espíritu Santo para guiarnos. Ayúdame a conocerte no solo con la mente, sino con el corazón. Que pueda vivir reflejando tu amor y tu unidad cada día de mi vida. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.




