martes, noviembre 25, 2025

Su esposa lo engañó y te sorprenderá como Dios lo restauro.



Carlos nunca olvidará aquella noche. No había discusiones, ni sospechas, ni señales raras. Era una noche común, la clase de noche en la que uno llega del trabajo cansado, se quita los zapatos y agradece, aunque sea en silencio, por la familia que Dios le ha permitido tener. Tenía 52 años, 16 años de casado, y una hija que era su orgullo. Él creía que su hogar era estable, imperfecto sí, pero real. Creía que estaba construyendo algo sólido.

Su esposa había usado la computadora y, sin darse cuenta, dejó abierta su cuenta de Facebook. La pantalla se quedó encendida, con ese brillo azul que ilumina un cuarto oscuro como si quisiera llamar la atención. Carlos no tenía intención de revisar nada. Él confiaba. Pero cuando pasó junto al escritorio, algo le hizo voltear. No era desconfianza… era curiosidad. O tal vez, ese sexto sentido que uno no entiende pero que Dios permite a veces para abrirnos los ojos.

El cursor estaba sobre los mensajes.

Y ahí, antes de pensarlo demasiado, dio clic.

Lo que encontró no fue una conversación inocente. No era un malentendido. Eran mensajes con otra persona. Mensajes recientes, constantes, íntimos. Mensajes donde se notaba que no era un simple coqueteo… era una relación. Una relación completa. Una relación paralela.

Lo peor no fueron las palabras… sino la forma en que hablaban de lo que hacían cuando se veían. Las descripciones, los encuentros, las caricias, las confesiones. Todo lo que se supone que pertenece a un matrimonio, ahora estaba escrito ahí, públicamente, como si el amor de 16 años no valiera nada.

Carlos se quedó congelado. Sintió que le arrancaban el pecho. Se quedó mirando la pantalla como si no fuera real. Como si fuera otra persona la que estaba leyendo. Como si la vida hubiera decidido quebrarse sin hacer ruido.

Esa noche no dijo nada. No gritó. No reclamó. Solo se quedó sentado en silencio, viendo cómo su familia —su sueño, su historia, su inversión de vida— se derrumbaba frente a una ventana de Facebook.

Después vino lo inevitable: el divorcio, la separación, dejar de ver a su hija como antes. Y, con ese dolor, vino la caída. Una caída lenta, profunda, silenciosa… una caída que nadie vio venir.

Carlos buscó refugio en el alcohol. Primero para dormir, luego para no pensar, y después para sobrevivir. En cuestión de meses ya no quedaba nada del hombre que era. Todo su dinero ahorrado para la vejez se fue entre botellas. Su vida laboral empezó a desmoronarse. Su rutina desapareció. Su mente se apagó. No sentía nada… y lo poco que sentía, dolía demasiado.

Así estuvo dos años. Dos años perdido dentro de sí mismo. Dos años sin abrazar su propósito. Dos años viviendo, pero sin vida.

Desesperado, buscó ayuda. Primero intentó el programa de los 12 pasos, un método que usan grupos como Alcohólicos Anónimos. Ahí tuvo que reconocer que había perdido el control, abrir su corazón frente a otros, hablar de su dolor y tratar de depender de un “Poder Superior”, que la mayoría identifica como Dios. Compartió, escuchó, lloró, y por un tiempo pareció que estaba avanzando. Pero sus heridas eran tan profundas que el alivio solo le duró un rato.

Cuando volvió a caer, probó otro tipo de programa, uno mucho más extremo. Ahí lo encerraron tres días completos en un cuarto, sin celular, sin contacto y sin comer, con la idea de “debilitar el cuerpo” para que la persona se quebrara emocionalmente. Cuando por fin lo sacaron, débil y tembloroso, comenzaron las sesiones donde lo obligaban a hablar, hablar y hablar, a sacar todo lo que lo atormentaba. Tenía que contar su historia frente a extraños, incluyendo la infidelidad de su esposa, como parte de un proceso de “desahogo”. Eso también le dio un alivio temporal, pero no sanó la raíz. Nada humano pudo reparar lo que estaba roto por dentro.

Hasta que un día, sin rituales, sin métodos, sin técnicas… cayó de rodillas en su cuarto. Literalmente. Sus piernas no lo sostuvieron. Su corazón ya no podía con el peso. Y con una voz quebrada, agotada, casi sin aire, solo pudo decir:

“Dios… ya no puedo. Si Tú no me levantas… yo no salgo de esta.”

Y ahí… ahí comenzó su verdadero cambio.

No vino un rayo de luz. No se abrió el techo. No sonó ninguna voz audible. Pero sintió algo. Una paz suave, un descanso que no había sentido en años. Era como si Jesús hubiera entrado despacio, sin apresurarse, sin juzgarlo, sin empujarlo… solo abrazándolo.

Ese día no se curó por completo. Pero comenzó.

Dios le dio fuerza para dejar el alcohol poco a poco. Le dio claridad para sanar. Le dio consuelo para llorar sin hundirse. Le dio esperanza para reconstruirse. No fue magia. No fue instantáneo. Fue un proceso real, lento, honesto, hecho con lágrimas, con recaídas pequeñas, y con avances grandes.

Hoy, a sus 55 años, Carlos vive diferente. No perfecto. No sin recuerdos. Pero vive. Está de pie. Trabaja. Sonríe a veces. Se mantiene firme otras. Camina. Sobrevive. Y de vez en cuando, hasta agradece. Porque ahora sabe que el día que él dijo “ya no puedo”, Dios susurró: “Yo sí puedo”.

Y desde entonces, Jesús no lo ha soltado.

Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión… Hay traiciones que destruyen, golpes que te quiebran, abandonos que te dejan sin aire. Pero ningún corazón está tan roto como para que Dios no pueda restaurarlo. A veces tienes que tocar fondo para descubrir que el fondo también tiene un suelo… y ese suelo es Cristo.

Los invito a que me acompañen en la siguiente oración… Señor Jesús, te entregamos todas esas heridas que nadie conoce, esas traiciones que todavía duelen, esos recuerdos que nos persiguen. Te pedimos que sanes, que limpies, que fortalezcas. Levanta al que está caído. Abraza al que no puede más. Y recuérdanos cada día que en Ti siempre hay un nuevo comienzo. Amén.

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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