martes, noviembre 25, 2025

Sombras del 31 – La fiesta que cambió su vida para siempre.



Laura se miraba al espejo mientras terminaba de maquillarse. Tenía dieciocho años y aquella sería su primera fiesta sin la supervisión de su madre. Su amiga Carolina la había convencido toda la semana.
—Solo será una fiesta de Halloween, Laura. Todos irán. No seas tan seria.

Laura dudó. Desde pequeña había aprendido en la iglesia que esa noche no era de Dios, pero últimamente sentía que su fe se estaba enfriando. Tenía curiosidad, quería encajar, sentirse parte de algo.
—Solo un rato —se dijo en voz baja—. No tiene nada de malo.

Su madre entró justo cuando estaba ajustándose el disfraz. La miró con preocupación.
—Hija, ¿de verdad quieres ir? Esa noche nunca trae nada bueno.
—Mamá, solo iré un momento. No te preocupes —respondió, sin mirarla a los ojos.

La madre suspiró y le acarició el rostro.
—Dios te guarde, hija.

Esa bendición fue lo último que escuchó antes de cerrar la puerta.

La fiesta estaba en una casa enorme, decorada con luces tenues, humo y música alta. Había decenas de jóvenes disfrazados: vampiros, brujas, esqueletos… y muchos bebiendo sin control. Laura se sentía fuera de lugar, pero fingió una sonrisa. Carolina pronto se perdió entre la multitud.

Fue entonces cuando un joven mayor se le acercó. Era alto, de mirada confiada y sonrisa fácil.
—No pareces estar disfrutando —le dijo acercándose más de lo necesario.
—No conozco a mucha gente —respondió ella con timidez.
—Yo te acompaño. Toma, prueba esto, te ayudará a relajarte —dijo mientras le ofrecía un vaso de plástico con una bebida colorida.

Laura lo tomó sin pensar. El líquido tenía un sabor raro, pero quiso parecer amable. Lo bebió despacio mientras él seguía hablando. No sabía que, minutos antes, el joven había vertido discretamente un polvo blanco en su vaso.

Poco a poco comenzó a sentirse mareada. Las luces se difuminaban, las risas se alejaban, su cuerpo se volvía pesado.
—Creo que necesito sentarme —dijo confundida.
El joven la sostuvo del brazo.
—Tranquila, ven conmigo. Aquí hay un cuarto donde puedes descansar.

Laura intentó decir que no, pero las palabras se enredaron. Todo empezó a volverse borroso. La llevó por un pasillo oscuro, y lo último que sintió fue la puerta cerrándose detrás de ellos.

Cuando abrió los ojos, todo estaba en silencio. La música había terminado, y la casa estaba casi vacía. Su cabeza le dolía, su ropa estaba desordenada y un nudo le apretaba el pecho. No recordaba mucho, pero lo suficiente para saber que algo terrible había pasado. El pánico se apoderó de ella. Se incorporó como pudo, salió tambaleándose de la casa y corrió sin mirar atrás.

El aire de la madrugada le golpeaba el rostro. Lloraba mientras sus pasos resonaban en la calle vacía. No sabía a dónde ir, solo quería llegar a casa. Cuando su madre abrió la puerta, se quedó sin aliento al verla: el maquillaje corrido, el disfraz roto, los ojos llenos de miedo.
—¿Qué te pasó, hija? —preguntó con voz temblorosa.
Laura se lanzó a sus brazos y rompió en llanto. No podía hablar, solo temblaba.

Pasaron días en los que no quiso comer ni salir. Se encerraba en su habitación, culpándose por haber ido. Se sentía sucia, rota, perdida. Intentó orar, pero no podía pronunciar una sola palabra. Creía que Dios ya no la querría.

Una noche, su madre entró sin decir nada. Se sentó junto a ella en la cama, le tomó las manos y le dijo con lágrimas:
—Dios no te ha dejado, hija. Él sigue aquí, incluso en medio de este dolor.

Esas palabras fueron como una chispa en la oscuridad. Por primera vez en días, Laura lloró en los brazos de su madre, no de miedo, sino buscando consuelo.

Comenzó un proceso lento de sanidad. Con ayuda, consejería y oración, volvió poco a poco a sentir la presencia de Dios. Un día, frente al altar, levantó sus manos y dijo:
—Perdóname, Señor. Pensé que me había alejado demasiado, pero Tú todavía me amas.

Esa noche no solo fue liberada del trauma, también del miedo. Dios comenzó a restaurarla desde adentro. No borró lo sucedido, pero le dio un propósito. Hoy Laura comparte su historia con otras jóvenes, advirtiéndoles que el enemigo no siempre se presenta con cuernos, sino con una sonrisa amable y un vaso en la mano.

Cada vez que cuenta su testimonio, recuerda este versículo que la sostuvo cuando todo se vino abajo:
“El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido” (Salmos 34:18).

Y cada 31 de octubre, en lugar de ponerse un disfraz, se arrodilla a orar por los jóvenes que, como ella, creen que “no pasa nada”.

Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión: el enemigo nunca mostrará sus verdaderas intenciones desde el principio. Siempre disfrazará el mal con algo atractivo, inofensivo o divertido. Pero lo que empieza como un juego puede terminar en destrucción. No hay celebración que valga más que la paz de tu alma. Si el mundo celebra la oscuridad, tú elige ser luz.

Te invito a unirte conmigo en esta oración:
“Señor Jesús, te pido que protejas a nuestros jóvenes de las trampas disfrazadas de diversión. Dales discernimiento para reconocer el peligro y fuerza para decir no. Sana los corazones heridos, como el de Laura, y haz que cada historia de dolor se transforme en testimonio de esperanza. Gracias porque en Ti siempre hay una nueva oportunidad. Amén.”

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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