En somos cristianos conectamos corazones con Cristo.
En los últimos años hemos visto cómo la política ha intentado tomar el lugar de la fe. Muchos líderes, especialmente en ciertos movimientos conservadores o republicanos, han usado el nombre de Dios como bandera para atraer votos, como si Cristo fuera parte de un partido político. Pero Cristo no es republicano, ni demócrata, ni pertenece a ningún sistema humano. Cristo pertenece al Reino de Dios, y su mensaje trasciende las fronteras de la política. El problema no está en identificarse con ciertos valores o en tener convicciones firmes, sino en usar el nombre de Jesús para justificar actitudes que nada tienen que ver con su carácter.
Jesús no vino a establecer un partido, sino un Reino que no es de este mundo. Cuando la fe se mezcla con el poder y la ambición, el resultado suele ser confusión, hipocresía y división. Vemos personas que dicen defender los valores cristianos, pero que al mismo tiempo fomentan el odio, la arrogancia, la intolerancia o el desprecio hacia el extranjero, el pobre o el diferente. Eso no es cristianismo, eso es religión sin amor, fe sin fruto, discurso sin vida.
Cristo nos enseñó algo muy distinto. Él dijo: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16). No dijo “por sus discursos” ni “por su afiliación política”, sino por los frutos del Espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22). Cuando alguien dice seguir a Cristo, pero muestra lo contrario —odio, orgullo, codicia o indiferencia—, mancha el testimonio del Evangelio. Y lo más triste es que mucha gente fuera de la fe termina alejándose de Dios no por Cristo, sino por quienes lo representan mal.
El cristianismo verdadero no se mide por cuántas veces alguien menciona a Dios en un discurso, sino por cuánto se parece a Jesús en su manera de tratar a los demás. Cuando la política usa el nombre de Cristo para obtener poder, se convierte en un ídolo moderno. Y cuando los creyentes caen en ese juego, confunden el Reino de Dios con el reino de los hombres. La Biblia nos advierte que no podemos servir a dos señores.
Hay quienes dicen: “Necesitamos políticos que pongan a Dios primero”. Pero poner a Dios primero no es poner un versículo en un discurso o una cruz en una bandera. Poner a Dios primero es vivir con integridad, justicia y amor, aun cuando nadie lo vea. Es defender la verdad aunque cueste votos, es levantar al caído aunque no sea popular, es actuar con misericordia incluso hacia el enemigo.
Jesús no buscó el poder, lo rechazó. Cuando Satanás le ofreció todos los reinos del mundo, Él respondió: “Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás” (Mateo 4:10). Si Jesús hubiera querido gobernar con autoridad política, lo habría hecho. Pero su trono no estaba en un palacio, sino en una cruz. Su victoria no fue con leyes ni con armas, sino con amor y sacrificio.
Por eso, cuando vemos a políticos que se autoproclaman cristianos mientras promueven división, odio o mentiras, debemos recordar que el Evangelio no necesita defensores con poder, sino discípulos con humildad. Jesús no necesita ser usado como argumento en una campaña; Él necesita ser reflejado en nuestras vidas. La verdadera fe no se demuestra en las urnas, sino en el trato hacia el prójimo.
Es cierto que como ciudadanos tenemos responsabilidad de votar, de participar, de buscar el bien común. Pero nuestra lealtad más alta no está en una bandera ni en un partido, sino en el Reino de los Cielos. Y si ese Reino nos llama a amar incluso a quienes piensan distinto, entonces ningún movimiento político debería hacernos olvidar ese mandamiento.
El apóstol Pablo escribió: “El nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros” (Romanos 2:24). Era una advertencia a los religiosos de su tiempo que decían conocer la ley, pero vivían sin misericordia. Hoy ese mensaje sigue siendo urgente. Cada vez que alguien usa el nombre de Cristo para promover odio, engaño o injusticia, el mundo termina viendo un Jesús distorsionado. Y quienes de verdad lo necesitan, se alejan pensando que el cristianismo es solo otro instrumento de manipulación.
Dios no necesita que lo defiendan los poderosos, necesita que lo representen los humildes. Cuando la iglesia olvida su misión y busca influir más en la política que en las almas, pierde su esencia. Jesús nos llamó a ser sal y luz, no jueces ni reyes. La sal preserva y da sabor, pero si se contamina, ya no sirve. La luz ilumina, pero si se mezcla con la oscuridad del orgullo, deja de brillar.
El verdadero cambio en una nación no comienza en el Congreso, sino en el corazón. No se legisla desde el poder, sino desde el amor. Cuando una familia ora junta, cuando un joven decide vivir con integridad, cuando un líder sirve con humildad, ahí está el Reino de Dios actuando. Ningún presidente puede traer avivamiento, solo el Espíritu Santo puede hacerlo.
La política puede prometer prosperidad, pero solo Cristo ofrece salvación. Puede prometer seguridad, pero solo Cristo da paz. Puede prometer justicia, pero solo Cristo transforma corazones. Y cuando los creyentes recuerdan esto, dejan de poner su esperanza en los gobiernos y la colocan en el único Rey eterno.
Jesús nunca nos llamó a imponer el Evangelio por la fuerza. Nos llamó a amar, a servir, a perdonar. Dijo: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Si un político o un creyente que dice representarlo promueve división y conflicto, no está siguiendo a Cristo, está siguiendo sus propios intereses.
La iglesia debe ser un faro en medio del caos político, no un instrumento de propaganda. Debe recordar que su misión no es conquistar poder, sino conquistar corazones. Y eso se hace con amor, verdad y ejemplo. Si el nombre de Cristo ha sido manchado por algunos que lo usan como bandera, entonces es tiempo de que los verdaderos hijos de Dios lo limpien con su testimonio. No con palabras, sino con vidas que reflejen su gracia.
Hoy el mundo necesita ver a cristianos que no solo hablen de Dios, sino que vivan como Él. Que amen al enemigo, que busquen justicia, que defiendan la verdad, que sean coherentes entre lo que dicen y lo que hacen. Porque cuando el cristiano vive como Cristo, el mundo deja de dudar de su fe. Y cuando la fe vuelve a brillar en la oscuridad, entonces el nombre de Jesús vuelve a ser exaltado, no usado.
El nombre de Cristo no necesita defensores políticos. Necesita corazones rendidos, manos que sanen, labios que bendigan y vidas que inspiren. La política pasa, los gobiernos cambian, los líderes se van, pero el Reino de Dios permanece para siempre. Que no nos encuentre divididos por ideologías, sino unidos por el amor de Cristo, que es más fuerte que cualquier partido o bandera.
Reflexión:
Si alguna vez te has sentido decepcionado por ver a personas que dicen ser cristianas pero actúan con odio o arrogancia, recuerda que Jesús no se identifica con las máscaras religiosas, sino con los corazones sinceros. No permitas que el mal testimonio de otros apague tu fe. Vive tú de tal manera que cuando alguien te vea, pueda reconocer a Cristo sin que tengas que decir una palabra.
Oración:
Señor Jesús, perdona cuando tu nombre ha sido usado para fines que no te honran. Enséñanos a vivir de forma coherente, con amor y humildad. Líbranos de poner nuestra esperanza en la política y ayúdanos a confiar solo en Ti. Que nuestras palabras y acciones reflejen tu carácter, para que el mundo vea tu luz y no nuestras sombras. Amén.




