La tarde caía lentamente, tiñendo de naranja los muros de piedra del viejo patio. El sonido de las hojas secas rodando con el viento acompañaba el silencio que había quedado tras un grito seco: “¡Estás despedido!”.
El hombre permaneció quieto, con la espalda encorvada, mirando cómo su jefe se alejaba sin voltear. Ni siquiera hubo un adiós, solo esa frase que le golpeó el alma más que cualquier otra: “Ya no confío en ti.”
El mayordomo había pasado años administrando las cuentas de su señor. Era inteligente, sí, pero también descuidado. Había tomado libertades, había manipulado cifras, había hecho lo que muchos hacen cuando creen que nadie los mira. Hasta que un día, todo salió a la luz.
Y ahora, frente al vacío de su caída, sintió el peso de su propio error.
Caminó sin rumbo por las calles de piedra. El aire olía a pan recién horneado, pero él no tenía hambre. Su mente era un torbellino. ¿Qué voy a hacer ahora? —se repetía una y otra vez— No puedo cavar; nunca he hecho trabajo duro. Y me da vergüenza mendigar.
Cada paso resonaba como si lo siguiera su propia conciencia. Pensó en los años que había desperdiciado confiando en su astucia, en su manera de “arreglar” las cosas. Siempre había creído que era más listo que los demás, pero la verdad lo alcanzó, y con ella, la soledad.
Se sentó en una piedra al borde del camino y miró al cielo. El sol se escondía detrás de una colina, y por un momento pensó que así se estaba apagando también su vida. Pero en ese instante, una idea cruzó por su mente como una chispa: si iba a caer, que al menos lo hiciera con inteligencia.
“Ya sé lo que haré”, se dijo. “Si pierdo mi trabajo, al menos tendré quien me reciba después.”
Esa noche, encendió una lámpara y buscó los libros de cuentas. El papel olía a aceite viejo y sudor. Uno a uno, fue llamando a los deudores de su señor.
—¿Cuánto debes a mi amo? —preguntó al primero.
—Cien barriles de aceite.
—Toma tu cuenta, siéntate y escribe cincuenta.
Luego llamó a otro:
—¿Y tú cuánto debes?
—Cien medidas de trigo.
—Escribe ochenta.
No era justicia, pero era estrategia. Se ganó a todos. Sabía que, cuando quedara sin techo ni nombre, habría puertas que se abrirían para él.
Cuando su jefe lo descubrió, sorprendentemente no lo reprendió. Lo miró con una mezcla de decepción y admiración.
—Al menos fuiste sagaz —le dijo.
Y esa frase, la más inesperada, se convirtió siglos después en una enseñanza eterna en los labios de Jesús:
“Y alabó el señor al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz.” — Lucas 16:8.
Jesús no estaba aplaudiendo su mentira. Estaba subrayando una verdad que incomoda: muchos hijos del mundo piensan, planean y actúan con más determinación que los hijos de la luz.
Y esa comparación aún duele, porque sigue siendo cierta.
La lección detrás de la astucia.
Jesús no contó esta parábola para que imitáramos la deshonestidad, sino para que aprendiéramos la urgencia del propósito.
El mayordomo injusto actuó movido por el miedo, pero con visión. Se preparó para el futuro. Los creyentes, en cambio, muchas veces tenemos la eternidad en mente, pero vivimos sin plan.
Oramos, pero no accionamos. Esperamos, pero no caminamos. Pedimos, pero no sembramos.
La enseñanza de Jesús es clara: la fe no debe ser ingenua.
Dios no nos llamó a vivir por emociones, sino por entendimiento.
La espiritualidad no se mide por cuántas veces lloramos en la oración, sino por cuán sabiamente vivimos lo que creemos.
“El principio de la sabiduría es el temor de Jehová.” (Proverbios 9:10)
Temer a Dios no es tenerle miedo, sino honrarlo en cada decisión, administrar el tiempo, los dones y el dinero con responsabilidad.
Los hijos del mundo se preparan para sus metas. Estudian, invierten, ahorran, se enfocan.
Mientras tanto, muchos hijos del Reino esperan que “Dios provea” sin hacer su parte. Jesús nos llama a usar la cabeza y el corazón, la fe y la estrategia, la oración y la acción.
La verdadera madurez espiritual ocurre cuando el creyente entiende que orar no es suficiente si no se obedece.
La fe no sustituye el esfuerzo; lo dirige.
La oración no reemplaza la disciplina; la fortalece.
Jesús no elogió al mayordomo por su pecado, sino por su capacidad de moverse, de pensar rápido, de actuar con visión.
Nos está enseñando que la fe debe ser activa, práctica y estratégica.
El contraste entre la astucia del mundo y la sabiduría del Reino.
En el mundo, la astucia busca ventaja.
En el Reino, la sabiduría busca propósito.
Los hijos del mundo usan su inteligencia para prosperar temporalmente.
Los hijos de Dios deben usarla para impactar eternamente.
“Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.” (Mateo 10:16)
La serpiente simboliza la precaución, la observación, la estrategia. La paloma, la pureza y la honestidad. Jesús no dijo “sean ingenuos”, dijo “sean prudentes”.
El creyente no puede caminar por la vida con los ojos cerrados esperando que todo salga bien por milagro. El Espíritu Santo no vino a apagar la mente, sino a iluminarla.
Ser “hijo de luz” no es vivir distraído, sino vivir despierto.
Significa saber cuándo hablar, cuándo moverse, cuándo invertir, cuándo esperar.
Significa actuar con excelencia, administrar bien los dones, ser responsable con el llamado.
Hay cristianos que oran por un ministerio, pero nunca se preparan.
Otros que piden bendición financiera, pero no saben administrar lo que ya tienen.
Algunos piden un cambio, pero no están dispuestos a renunciar a los hábitos que los atan.
Y mientras tanto, los hijos de este mundo avanzan, planean, crecen y conquistan terreno que debería estar en manos del Reino.
Jesús quiere una generación de creyentes sagaces, pero no tramposos; inteligentes, pero no arrogantes; fieles, pero también estratégicos.
Personas que entiendan que la fe sin sabiduría se desgasta, y que la sabiduría sin fe se corrompe.
Cuando Dios usa las caídas para despertar la inteligencia espiritual.
Imagina por un momento al mayordomo injusto después de todo lo ocurrido. Ya no era el mismo. Había visto lo frágil que era su seguridad. Lo que antes creía controlado se desmoronó en un instante.
Y en medio de su vergüenza, aprendió algo que pocos aprenden en los triunfos: que la vida puede cambiar en un día, y que solo quien aprende a pensar con sabiduría puede levantarse diferente.
Dios usa a veces nuestras caídas para enseñarnos lo que la comodidad nunca pudo.
Las crisis son escuelas de inteligencia espiritual.
En los días de escasez aprendemos a planificar.
En los días de error aprendemos prudencia.
Y en los días de silencio entendemos el valor de actuar cuando Él habla.
No basta con tener fe. Hay que saber administrarla.
No basta con soñar. Hay que construir lo que se sueña.
No basta con esperar. Hay que moverse cuando Dios dice “ahora”.
Dios no bendice los buenos deseos; bendice la buena administración.
Él quiere hijos que oren y estudien, que sueñen y trabajen, que confíen y planifiquen.
El Reino no avanza con improvisación, sino con obediencia y propósito.
La sabiduría del Reino produce fruto eterno.
Cuando Jesús dijo que los hijos de este mundo eran más sagaces que los hijos de luz, no fue para humillarnos, sino para despertarnos.
Nos estaba mostrando que no basta con tener la verdad; hay que vivirla con excelencia.
Porque una verdad mal administrada puede ser tan inútil como una mentira bien contada.
El creyente maduro no se contenta con decir “Dios proveerá”. Se levanta temprano, organiza su día, se esfuerza, estudia la Palabra, y confía en que Dios bendecirá lo que hace.
La sabiduría divina no compite con la fe; la perfecciona.
En el Reino, la estrategia no es desconfianza, es obediencia planificada.
El discernimiento no es duda, es madurez.
Y la prudencia no es cobardía, es la evidencia de que el Espíritu guía cada paso.
“El sabio ve el mal y se aparta; mas los simples pasan y reciben el daño.” (Proverbios 27:12)
El mundo llama a eso “instinto”. Dios lo llama discernimiento.
Si los hijos del mundo invierten su vida en construir imperios temporales, ¿cuánto más deberíamos nosotros invertir en edificar lo eterno?
Si ellos planean su jubilación, ¿por qué nosotros no planificamos nuestro propósito?
Si ellos ahorran para el futuro, ¿por qué nosotros no sembramos para el Reino?
El problema no es la falta de fe, sino la falta de visión.
El Espíritu Santo no solo nos inspira, también nos instruye.
Y cuando el creyente permite que el Espíritu gobierne su mente tanto como su corazón, se convierte en alguien imparable.
Reflexión final.
El mayordomo injusto actuó por miedo, pero tú puedes actuar por propósito.
Él buscó refugio humano; tú puedes buscar dirección divina.
Él fue alabado por su sagacidad terrenal; tú puedes ser aprobado por tu sabiduría celestial.
Dios no te pide perfección, te pide preparación.
No quiere que corras sin rumbo, sino que camines con propósito.
La fe no elimina el esfuerzo, lo orienta.
La oración no sustituye la acción, la fortalece.
La sabiduría no apaga la fe, la hace fructificar.
Jesús no quiere hijos ingenuos, sino despiertos.
No quiere creyentes que esperen todo del cielo sin hacer nada en la tierra.
Quiere siervos que oren, que trabajen, que piensen, que amen, que planifiquen y que obedezcan.
Porque el Reino de Dios no se construye solo con palabras, sino con decisiones llenas de fe y sabiduría.
Oración:
Señor, enséñame a vivir con fe, pero también con inteligencia.
A confiar en Ti sin dejar de prepararme.
A soñar sin dejar de trabajar.
A moverme cuando escucho tu voz y a esperar cuando Tú me lo pidas.
Hazme un hijo de luz que no duerme ante las oportunidades del Reino.
Dame la sabiduría que no busca ventaja, sino propósito.
Y que mi vida refleje tu excelencia, tu verdad y tu amor en cada paso.
Amén.




