martes, noviembre 25, 2025

Sombras del 31 –El peligro de salir la noche de Halloween.



La tarde caía lenta sobre el vecindario. Las calles empezaban a llenarse de risas, disfraces coloridos y bolsas vacías listas para llenarse de dulces. Los padres saludaban entre sí mientras los niños, emocionados, esperaban la hora en que el sol desapareciera para salir a pedir “truco o trato”.

Entre ellos estaban Sofía, de nueve años, y su hermanito David, de siete. Llevaban semanas hablando de sus disfraces. Sofía sería una princesa oscura, con una capa brillante y una corona que su mamá había comprado en la tienda de la esquina. David, en cambio, quería ser un pequeño superhéroe, porque “los héroes no le tienen miedo a los monstruos”, decía con una sonrisa inocente.

Su madre, Ana, no era muy fanática de esa celebración. Recordaba cuando era niña y su abuela siempre le decía que esa noche no era un juego, sino un día en que el mal se disfrazaba de diversión. Pero Ana no quería parecer una madre exagerada ni quitarle la ilusión a sus hijos. “Solo será por una hora”, se dijo mientras los ayudaba a ponerse sus disfraces.

Esa noche, el vecindario estaba lleno de luces naranjas, figuras de fantasmas y risas. Los niños iban de casa en casa, llenando sus bolsas de dulces, sin imaginar que entre esas sonrisas se escondía algo más oscuro. Ana los observaba desde la acera, tomando fotos, feliz de verlos disfrutar, sin sospechar que uno de esos dulces sería el inicio de una pesadilla.

Al regresar a casa, los niños se sentaron en el suelo, abrieron sus bolsas y comenzaron a contar sus tesoros. “Mira mamá, me dieron chocolate y caramelos”, gritaba David. Ana los miraba reír y decidió que podían comer algunos antes de dormir. Tomó un dulce al azar, revisó el envoltorio y se lo dio a su hijo. David lo abrió con emoción, lo probó y sonrió. Minutos después, esa sonrisa se borró.

El niño comenzó a toser. Al principio, Ana pensó que era una broma o que el dulce estaba muy dulce, pero pronto la tos se convirtió en un jadeo. Sofía empezó a llorar al ver a su hermano retorcerse en el suelo. “¡Mamá, algo le pasa!” gritaba. Ana corrió hacia él, desesperada, mientras su mente se negaba a creer lo que veía. Llamó al 911 con las manos temblorosas, sin entender cómo una noche de disfraces podía convertirse en tragedia.

Cuando llegaron los paramédicos, confirmaron que el pequeño había sido envenenado. Uno de los dulces, cuidadosamente sellado, contenía una sustancia tóxica. Los investigadores explicaron que no era la primera vez que ocurría algo así durante esa noche. En diferentes ciudades del país, se habían reportado casos similares: dulces adulterados, agujas escondidas o pastillas disfrazadas de caramelos.

Ana se derrumbó en el pasillo del hospital. La culpa la consumía. “Solo quería que tuvieran una noche divertida”, repetía una y otra vez. No podía dejar de pensar en las palabras de su abuela: “El enemigo no necesita que creas en él, le basta con que participes en su juego”.

Pasaron días antes de que David saliera del peligro. Su cuerpecito se recuperó poco a poco, pero la herida en el corazón de su madre quedó marcada para siempre. Esa experiencia cambió su vida y su fe. Decidió que nunca más abriría su casa al disfraz de la oscuridad, y que enseñaría a sus hijos que no todo lo que el mundo llama “diversión” viene de Dios.

A veces, lo más peligroso no es lo que se ve aterrador, sino lo que parece inofensivo. Satanás sabe envolver el mal con colores brillantes, risas y dulces. Y mientras muchos piensan que solo es una fiesta de niños, millones de personas en todo el mundo están abriendo puertas espirituales sin saberlo.

La Biblia nos advierte: “Ay del que a lo malo llama bueno, y a lo bueno malo” (Isaías 5:20). Celebrar algo que honra la oscuridad, aunque parezca inocente, sigue siendo rendirle espacio al enemigo. No todo disfraz es inofensivo. No toda risa proviene de la luz.

Hoy muchos padres sienten la misma presión que Ana: “no quiero ser el raro”, “no quiero que mis hijos se sientan diferentes”. Pero ser hijo de Dios siempre te hará diferente. Y eso no es una desventaja, es una marca de protección. No nacimos para seguir al mundo, sino para ser luz en medio de la oscuridad.

Si eres padre o madre, recuerda que tus hijos aprenden más de lo que ven que de lo que escuchan. Si te ven abrir la puerta a la oscuridad, ellos aprenderán a no cerrarla. Pero si te ven defender la fe y cuidar sus almas, sabrán que lo más importante no es un dulce, sino su eternidad.

No se trata de vivir con miedo, sino con discernimiento. Hay miles de maneras de disfrutar el tiempo en familia, de celebrar la vida, de compartir alegría sin darle espacio al mal. Lo que el mundo ofrece por una noche, Dios lo reemplaza con paz eterna.

Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión: muchas veces el enemigo no te pide que hagas algo malo, solo que ignores lo bueno. Que dejes de orar, que calles tu fe, que pienses que “no pasa nada”. Pero sí pasa. Cada vez que eliges no honrar a Dios, alguien más toma su lugar. Cuida a tus hijos, ora por ellos y enséñales que la verdadera luz no se disfraza.

Te invito a unirte conmigo en esta oración corta pero sincera:
“Señor Jesús, líbranos de las apariencias del mal. Danos discernimiento para no participar en lo que te ofende, aunque el mundo lo llame diversión. Protege a nuestros hijos, cúbrelos con tu sangre preciosa y que sus corazones amen siempre tu verdad. Amén.”

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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