En Somoscristianos.org conectamos corazones con Cristo.
La pregunta parece arriesgada. Suena más a debate político que a reflexión espiritual. Pero no se trata de elegir un lado, sino de imaginar algo más profundo: si Jesús de Nazaret caminara hoy entre nosotros, viendo lo que sucede en el mundo, escuchando los discursos de los líderes, observando la división que hay entre naciones, partidos y hasta entre familias, ¿qué diría Él? ¿Cómo vería a personajes como Donald Trump o cualquier otro gobernante que mueve multitudes y genera controversia?
A veces olvidamos que Jesús no vino al mundo a fundar partidos, sino a transformar corazones. En su tiempo, también había gobernantes poderosos, figuras carismáticas, autoridades corruptas y multitudes confundidas. Y lo que hizo Jesús entonces, probablemente lo haría también hoy: mirar más allá del poder y ver el alma.
Jesús no miraba apariencias.
Cuando Jesús caminó por las calles de Jerusalén, muchos esperaban que se pronunciara contra Roma. Querían un líder político, un libertador nacional. Pero Jesús decepcionó a todos los que buscaban un discurso de confrontación. Él no vino a tomar el trono de César, sino el corazón del hombre. En Juan 18:36, Jesús lo dejó claro: “Mi reino no es de este mundo”.
Si Cristo estuviera hoy en la Tierra, no se uniría a ningún partido. No sería republicano ni demócrata. No se dejaría arrastrar por ideologías. Él miraría la raíz del problema: el pecado, el orgullo, la mentira, la injusticia y la falta de amor que corrompe tanto al poderoso como al humilde. No hablaría solo de leyes humanas, sino del Reino de Dios.
¿Qué vería Jesús en Trump?
Jesús vería lo que hay en todo ser humano: virtudes, defectos, heridas, deseos, temores. Vería a un hombre con poder, con influencia, con seguidores fieles, pero también con luchas internas. Jesús no se impresionaría por las multitudes ni por los edificios dorados. Él miraría el corazón.
Cuando vio a Zaqueo, el recaudador de impuestos, no lo juzgó por su riqueza o su fama de corrupto. Lo llamó por su nombre y cenó con él. “Hoy ha venido la salvación a esta casa” (Lucas 19:9), le dijo. Si Jesús se encontrara con Trump, no lo condenaría públicamente para ganar aplausos, ni lo elogiaría para obtener poder. Lo miraría a los ojos y le hablaría al alma. Tal vez le diría lo mismo que le dijo al joven rico: “Una cosa te falta…” (Marcos 10:21).
Y no sería solo a Trump. También le hablaría a los gobernantes de todas las naciones, a los empresarios, a los pastores, a los ciudadanos comunes. Jesús no hace excepción de personas. Su mensaje sería universal: “Arrepentíos, porque el Reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17).
Jesús hablaría de verdad y justicia.
Si Jesús hablara hoy desde una montaña, probablemente diría lo mismo que hace dos mil años: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). En un mundo saturado de discursos, propaganda y manipulación, Jesús no hablaría para agradar a los hombres, sino para despertar conciencias.
Diría que la justicia no se compra ni se negocia. Que el poder sin humildad destruye. Que los líderes que buscan su propio beneficio terminan hundiendo a su pueblo. Y recordaría algo que pocos quieren oír: “El que quiera ser el mayor, sea el servidor de todos” (Marcos 9:35).
Trump, Biden, los presidentes de América Latina, los reyes de Europa, los líderes religiosos… todos serían llamados a rendir cuentas. Porque Jesús no vino a condenar al mundo, pero sí a confrontarlo con la verdad.
Jesús no juzgaría como nosotros.
Nosotros juzgamos por apariencias. Si alguien habla fuerte, lo llamamos arrogante. Si alguien calla, lo llamamos débil. Si alguien defiende la fe, lo llamamos fanático. Si la cuestiona, lo llamamos sabio. Jesús, en cambio, no se guía por etiquetas ni por redes sociales. Él ve lo que hay detrás de cada palabra.
El mundo está dividido entre quienes veneran a Trump como un salvador político y quienes lo odian como un villano. Pero Jesús no vería a ninguno de los dos extremos como correctos. Él no vino a escoger héroes humanos, sino a revelar el único camino que salva: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6).
Quizás Jesús nos recordaría que ningún gobernante puede salvar al mundo. Que ningún político podrá jamás traer la paz que solo viene del cielo. Y tal vez, al ver la obsesión de muchos por defender o atacar figuras humanas, nos diría lo mismo que dijo a Pedro cuando quiso pelear por Él: “Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mateo 26:52).
Jesús hablaría también de compasión.
Aunque Jesús confrontaba el pecado, nunca dejó de amar al pecador. Eso lo diferenciaba de los fariseos, que se creían moralmente superiores. Si hoy Cristo estuviera entre nosotros, no solo hablaría de los poderosos. También abrazaría a los inmigrantes, a los pobres, a los presos, a los que perdieron la esperanza, a los que se sienten olvidados por los sistemas.
Diría: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5:7). Y quizás nos preguntaría por qué hay tanto odio entre los que dicen amar a Dios. Por qué los cristianos se insultan por política. Por qué usamos el nombre de Cristo para justificar guerras de opiniones.
Jesús no se sentaría en un debate televisado. Estaría en las calles, en los hospitales, en las cárceles, en los refugios. No estaría tuiteando promesas, sino cumpliendo milagros.
Jesús hablaría a la Iglesia.
Pero también confrontaría a su propio pueblo. Jesús le hablaría hoy a la Iglesia, no a una denominación, sino al cuerpo de creyentes en todo el mundo. Le diría que deje de poner su confianza en los gobiernos y la ponga en el Reino de Dios. Que recuerde que somos embajadores del cielo, no voceros de ideologías.
Diría: “Vosotros sois la sal de la tierra… la luz del mundo” (Mateo 5:13–14). Y preguntaría con tristeza: “¿Dónde está esa luz?” Porque muchos cristianos se han enfrascado en defender banderas humanas y han olvidado levantar la bandera del Evangelio.
Jesús también vería a los pastores que usan su púlpito para promover líderes, en lugar de predicar la cruz. Les recordaría que “ninguno puede servir a dos señores” (Mateo 6:24). Que el poder político no es el camino del Reino, y que su verdadera autoridad viene de la verdad y del amor.
Jesús hablaría del perdón y de la esperanza.
Jesús no solo señalaría errores; ofrecería redención. Diría que aún hay tiempo para arrepentirse, para volver al primer amor, para perdonar, para sanar. No condenaría a quienes fallaron, pero sí los llamaría a cambiar. Su mensaje sería el mismo de siempre: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
Quizás hablaría directamente a Trump y le diría: “Tu influencia es grande, úsala para levantar a los que caen, no para dividir”. Pero también hablaría a cada uno de nosotros: “Tu vida también tiene poder. No lo uses para juzgar, sino para amar”.
Jesús no buscaría aplausos ni votos. No temería perder seguidores. Hablaría con autoridad, como siempre lo hizo, y muchos lo amarían mientras otros lo rechazarían. Pero su mensaje seguiría siendo el mismo: el Reino de Dios está cerca.
Jesús nos pondría a todos en el mismo espejo.
Si Cristo estuviera hoy en la Tierra, no solo hablaría de Trump. Hablaría de nosotros. De nuestros prejuicios, de nuestra falta de compasión, de nuestra adicción a la controversia. Diría que mientras discutimos quién tiene razón, hay almas que se pierden sin conocer el amor del Padre.
Nos miraría con ternura y nos diría: “Antes de sacar la paja del ojo de tu hermano, saca la viga del tuyo” (Mateo 7:5). Y eso nos dolería, porque todos queremos que Jesús hable de los demás, no de nosotros. Pero esa es su forma de salvar: nos confronta para transformarnos.
Quizás nos recordaría que ningún gobernante, por más poderoso que sea, puede cambiar lo que solo el Espíritu Santo puede hacer en el corazón del hombre. Y que el verdadero cambio comienza cuando dejamos de mirar a los líderes y empezamos a mirar a la cruz.
Conclusión: el mensaje de Jesús sigue siendo el mismo.
La pregunta “¿Qué diría Cristo de Trump?” podría resumirse así: lo mismo que diría de cualquier ser humano con poder, influencia y responsabilidad. Lo llamaría al arrepentimiento, a la humildad, a servir y no ser servido. Pero también le ofrecería perdón, gracia y amor.
Y a nosotros nos recordaría que el Reino de Dios no depende de elecciones, sino de decisiones del corazón. Que el verdadero cristiano no busca imponer su fe por fuerza, sino mostrarla por amor. Que la esperanza del mundo no está en Washington ni en ningún palacio presidencial, sino en el Calvario.
“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35). Esa sería, probablemente, su respuesta final. Porque mientras los líderes cambian, el Evangelio permanece. Y mientras las naciones se dividen, Cristo sigue llamando a la reconciliación.
Así que tal vez, si Jesús estuviera hoy aquí, no hablaría tanto de Trump… sino de ti y de mí. De cómo vivimos, cómo tratamos a los demás, cómo usamos nuestra voz. Nos invitaría a dejar de discutir por quién tiene la razón y comenzar a vivir como quien ya encontró la verdad.
Y su mensaje sería el mismo de hace dos mil años, tan vigente como entonces: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Porque si aplicáramos solo ese mandamiento, el mundo —y la política— serían completamente distintos.




