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Este tema ha causado debates, divisiones e incluso heridas dentro del cuerpo de Cristo. Algunos dicen que la mujer no debe enseñar ni tener autoridad sobre el hombre; otros aseguran que el Espíritu Santo reparte dones sin hacer distinción de género. Pero más allá de las posturas humanas, la verdadera pregunta es: ¿qué dice la Palabra de Dios?
Una pregunta que no es nueva.
Desde los tiempos bíblicos, Dios ha levantado mujeres para cumplir propósitos poderosos. Sin embargo, las estructuras culturales y religiosas de cada época han tratado de limitar su participación. Hoy en día, muchas iglesias enfrentan el mismo dilema: ¿puede una mujer ser pastora o líder espiritual?
Hay quienes citan 1 Timoteo 2:12, donde el apóstol Pablo dice: “No permito a la mujer enseñar ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio.” Pero, ¿acaso Pablo estaba estableciendo una ley universal para todas las épocas o estaba hablando a una situación específica en Éfeso, donde las mujeres recién convertidas enseñaban sin conocimiento suficiente?
Cuando leemos toda la carta y el contexto histórico, entendemos que Pablo no estaba prohibiendo el liderazgo femenino en sí, sino corrigiendo un desorden particular. En otros pasajes, el mismo apóstol reconoce y elogia a mujeres que lideraban iglesias y servían como colaboradoras en la predicación del Evangelio.
Mujeres que Dios levantó en la Biblia.
La Biblia no deja duda de que Dios ha usado mujeres de manera poderosa.
- Débora, por ejemplo, fue jueza y profetisa en Israel. En Jueces 4:4-5, se dice que ella “juzgaba a Israel en aquel tiempo”, lo que significa que tenía autoridad espiritual, civil y moral sobre todo el pueblo.
- Priscila, junto a su esposo Aquila, instruyó a Apolos en el camino del Señor (Hechos 18:26). Pablo la menciona primero a ella, señalando su liderazgo y sabiduría.
- Febe fue diaconisa de la iglesia en Cencrea (Romanos 16:1), y Pablo le da una recomendación personal, llamándola “sierva del Señor” y “protectora de muchos”.
- María Magdalena fue la primera en ver al Cristo resucitado y fue enviada por Jesús mismo a anunciar su resurrección a los apóstoles (Juan 20:17). Fue literalmente la primera portadora del mensaje del Evangelio.
¿Y qué decir de Ana, la profetisa en el templo? (Lucas 2:36-38) Ella predicaba la redención de Israel y era reconocida por su vida consagrada. Dios ha hablado a través de mujeres y seguirá haciéndolo, porque su llamado trasciende el género.
El llamado no tiene género.
Cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, Pedro recordó la profecía de Joel:
“Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán…” (Hechos 2:17).
El derramamiento del Espíritu no fue exclusivo para hombres. Fue para todos los creyentes. Eso significa que tanto hombres como mujeres fueron habilitados por Dios para predicar, enseñar y servir. Si Dios mismo unge a una mujer, ¿quién puede desautorizar lo que Él aprobó?
El problema muchas veces no es teológico, sino cultural. Hay congregaciones donde la tradición pesa más que la revelación. Se usa la Biblia para justificar estructuras humanas, pero se olvida que el Evangelio vino a romper barreras, no a fortalecerlas.
Jesús y las mujeres.
Jesús revolucionó la manera en que el mundo veía a la mujer. En una cultura donde ellas eran ignoradas, Él las miró con dignidad.
- Habló con la mujer samaritana, a quien los hombres ni siquiera se habrían acercado (Juan 4:7-30).
- Sanó a la mujer encorvada y la llamó “hija de Abraham” (Lucas 13:10-16), dándole el mismo nivel espiritual que los varones.
- Fue acompañado por mujeres en su ministerio (Lucas 8:1-3), algunas de las cuales sostenían su obra con sus recursos.
- En la cruz, mientras muchos discípulos huyeron, las mujeres permanecieron fieles hasta el final.
Jesús nunca puso límites a las mujeres para servir, enseñar o proclamar. Al contrario, les dio voz y propósito.
Entonces, ¿puede una mujer ser pastora?
La respuesta no se encuentra en una tradición, sino en el corazón de Dios. Si una mujer tiene un llamado genuino, si el Espíritu Santo le ha dado dones de enseñanza, liderazgo y compasión pastoral, nadie tiene derecho a impedirle cumplir ese llamado.
El título “pastora” no debe entenderse como un rango de poder, sino como una función de servicio. Ser pastora no es dominar sobre el hombre, sino guiar al rebaño de Cristo con amor, humildad y autoridad espiritual dada por Dios.
El mismo Pablo que escribió las cartas más citadas para “prohibir” el liderazgo femenino también dijo en Gálatas 3:28:
“Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.”
Si todos somos uno, el ministerio no puede depender del género, sino del llamado y del fruto. Hay hombres con título pastoral que no muestran compasión, y hay mujeres que sin título cuidan almas con amor verdadero. El verdadero pastorado no se mide por el nombre, sino por el servicio.
Frutos que hablan más que títulos.
Jesús dijo: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16).
Si una mujer enseña la sana doctrina, guía con humildad, ora con fervor, tiene testimonio, y las almas son edificadas bajo su cuidado, entonces su ministerio es aprobado por Dios, aunque algunos no lo entiendan.
La unción y el llamado se prueban por los frutos, no por los prejuicios. A lo largo del mundo hay miles de congregaciones sanas dirigidas por mujeres que aman a Cristo, enseñan con fidelidad y levantan familias espirituales sólidas. Dios las usa para restaurar, predicar y sanar corazones.
Negarles el título o el reconocimiento no cambia el hecho de que Dios ya las llamó.
La autoridad espiritual no es competencia.
Muchos temen que una mujer pastora “usurpe” la autoridad del hombre. Pero la autoridad en el Reino de Dios no funciona como en el mundo. En el Reino, el mayor es el que sirve.
Jesús dijo: “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Marcos 9:35).
El ministerio pastoral no se trata de imponer autoridad, sino de pastorear con amor, proteger el rebaño, enseñar la verdad y ser ejemplo. Hombres y mujeres pueden hacerlo con el mismo espíritu de servicio, siempre bajo la dirección de Cristo, el Pastor de pastores.
¿Y si alguien no lo acepta?
No todos lo aceptarán, y está bien. No todos entendieron cuando Dios eligió a Débora en medio de un pueblo machista. Tampoco todos aceptaron a María cuando anunció la resurrección de Jesús. Pero Dios sigue levantando voces femeninas para hablar verdad, consolar al quebrantado y predicar salvación.
No se trata de competir, sino de complementar. El cuerpo de Cristo necesita tanto a los hombres como a las mujeres para funcionar plenamente. Cada uno con sus dones, su gracia y su lugar. Cuando uno de los dos calla, la iglesia se debilita.
Llamado final a la reflexión.
No juzguemos lo que Dios hace. Si una mujer dice que Dios la llamó, oremos, observemos su fruto, y discernamos espiritualmente. Si su ministerio da vida, edifica y honra a Cristo, entonces no es obra de la carne, sino del Espíritu.
El enemigo quiere dividirnos por temas secundarios, mientras el mundo se pierde sin conocer a Cristo. La verdadera pregunta no es si una mujer puede ser pastora, sino si la Iglesia está dispuesta a obedecer la voz de Dios sin ponerle etiquetas humanas.
“Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne; y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán…” (Hechos 2:17)
El Espíritu no distingue entre géneros. Donde hay obediencia, hay poder.
Reflexión final.
Dios no mira si eres hombre o mujer, joven o anciano, casado o soltero. Él mira el corazón. Si tu corazón arde por servirle, por guiar, por enseñar, por cuidar las almas que Él ama, entonces ya estás cumpliendo el llamado, sin importar el título que te den los hombres.
Que cada mujer que siente un llamado de Dios sepa que no fue un error, que no está loca, ni fuera de orden. Dios te vio, te escogió y te capacitó. Y cuando Él abre puertas, nadie puede cerrarlas.
Oración.
Señor Jesús, gracias porque nos llamas a todos por igual. Te pido por cada mujer que siente tu llamado, que no tema, que no se detenga por el juicio humano. Llénala de sabiduría, humildad y valentía para cumplir tu propósito. Y que tu Iglesia aprenda a ver con tus ojos, reconociendo los dones sin prejuicio ni miedo. En tu nombre, amén.




