martes, noviembre 25, 2025

Nos humillamos ante Ti, Señor: miles de cristianos llenan Washington D.C. clamando por la sanidad de Estados Unidos.

Una nación herida que busca de nuevo el rostro de Dios.

Washington D.C. amaneció diferente. No fueron marchas políticas ni protestas partidistas las que llenaron el National Mall, sino una multitud arrodillada. Hombres, mujeres, jóvenes y ancianos de todas las razas y denominaciones cristianas se congregaron frente al Capitolio para hacer lo que pocas veces se ve en la historia moderna de Estados Unidos: clamar juntos a Dios por misericordia y restauración.

Bajo un cielo nublado, miles de voces se unieron en un solo clamor: “Jesús, sana nuestra tierra”. Algunos levantaban sus manos, otros lloraban de rodillas sobre el suelo húmedo. En medio de un país dividido por ideologías, crisis moral y desesperanza, la Iglesia decidió humillarse —no ante un sistema, sino ante su Creador—.

“Si mi pueblo, sobre el cual se invoca mi nombre, se humilla y ora, y busca mi rostro y se aparta de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré su pecado, y sanaré su tierra.”
(2 Crónicas 7:14)

El altar más grande del país.

Una mesa de comunión de casi una milla se extendió sobre el corazón de la capital. No era un acto simbólico político, sino un altar nacional. Pastores, músicos, familias y líderes se unieron en adoración y arrepentimiento. No había jerarquías, ni denominaciones. Solo un nombre sobre todo nombre: Jesucristo.

Muchos testificaron haber sentido un profundo quebrantamiento mientras partían el pan y compartían el vino, recordando que solo la sangre de Jesús puede limpiar y restaurar una nación.
Una mujer de Texas dijo entre lágrimas: “Vine buscando esperanza, y me voy con la certeza de que Dios no ha terminado con América”.

Un país sediento de propósito.

Durante horas, el National Mall fue un eco de oraciones: por los niños, por los gobernantes, por las iglesias dormidas, por los jóvenes atrapados en redes de ansiedad y confusión.
Alguien gritó: “¡Despierta, Iglesia! ¡El avivamiento comienza cuando dejamos de señalar y empezamos a doblar rodillas!”. Y la multitud respondió con un aplauso que retumbó entre los monumentos.

No se trató de un evento más, sino de un despertar silencioso: el reconocimiento colectivo de que el poder humano no basta para sanar el alma de una nación.
Porque cuando el orgullo político, la cultura del entretenimiento y el materialismo ocupan el lugar de Dios, la consecuencia no es libertad, sino vacío.

Un llamado a volver al primer amor.

Los organizadores explicaron que este encuentro fue inspirado en un propósito simple: volver al fundamento. “Dios no está buscando multitudes, sino corazones rendidos”, dijo uno de los pastores principales. “Queremos ver un renacimiento espiritual, no en las instituciones, sino en las familias”.

La jornada cerró con un himno que se convirtió en declaración profética:
“Nada más que la sangre de Jesús”, cantado por miles que alzaban sus manos al cielo, como si de ese clamor dependiera el futuro de la nación.
Y quizás, sí depende.

“Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para sí.”
(Salmo 33:12)

Reflexión final.

Cuando una nación se arrodilla, el cielo se levanta.
No hay decreto humano capaz de sanar lo que solo la gracia puede restaurar.
El verdadero cambio no nace en los congresos, sino en los altares.
Y si algo quedó claro en Washington D.C., es que aún hay un remanente que no ha doblado rodillas ante el orgullo ni la indiferencia.

Quizás el futuro espiritual de América no esté en las manos de los poderosos, sino en los corazones que oraron aquel día, creyendo que todavía hay esperanza.
Porque cuando un pueblo se humilla, Dios escucha. Y cuando Dios escucha, las naciones cambian.

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