martes, noviembre 25, 2025

No permitas que la culpa te aleje de Dios

La culpa puede ser un peso tan grande que nos deja sin fuerzas. Es ese susurro que dice: “Ya no vales, no puedes acercarte, Dios ya no te quiere escuchar”. ¿Cuántos han sentido esto después de fallar? Es como un muro invisible que nos separa de la oración, de la iglesia, de la Biblia. Pero en realidad, ese muro no lo construye Dios; lo construimos nosotros al creer las mentiras del enemigo.

Desde el principio la humanidad reaccionó así. Adán y Eva, después de pecar, escucharon los pasos de Dios en el huerto y, en lugar de correr hacia Él, se escondieron (Génesis 3:8). ¿Y qué hizo Dios? No los abandonó, los buscó con una pregunta que aún resuena hoy: “¿Dónde estás?” (Génesis 3:9). Esa no es la voz de condena, es la voz de un Padre que sigue amando aun cuando le hemos fallado.

La culpa es peligrosa porque nos empuja a huir de la fuente del perdón. Mira a Pedro. Negó a Jesús tres veces, y cuando el gallo cantó, lloró amargamente (Lucas 22:61-62). ¡Qué peso tan grande debió sentir en su corazón! Él había prometido nunca abandonar a Cristo, y lo negó cuando más lo necesitaba. Sin embargo, después de la resurrección, Jesús lo buscó a la orilla del mar y le preguntó tres veces: “¿Me amas?” (Juan 21:15-17). No para condenarlo, sino para restaurarlo. Pedro pasó de ser un hombre hundido en culpa a un apóstol lleno de poder que predicó a multitudes.

Ese es el corazón de Cristo: no apartar, sino restaurar. El diablo acusa, pero Jesús intercede. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1).

Piensa en la mujer adúltera. La ley decía que debía morir apedreada, y la culpa seguramente la tenía rota por dentro. Pero cuando la trajeron ante Jesús, Él dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra” (Juan 8:7). Uno a uno, todos se fueron. Y Jesús, el único que sí podía condenarla, le dijo: “Ni yo te condeno; vete y no peques más” (Juan 8:11). La culpa la arrastraba hacia la muerte, pero el amor de Cristo la levantó a una vida nueva.

El enemigo quiere que confundas culpa con condenación. La culpa puede llevarte al arrepentimiento, pero la condenación busca alejarte de Dios. La Biblia es clara: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).

Hermano, hermana, tal vez hoy estás leyendo esto con lágrimas en los ojos porque sientes que tu pecado te alejó demasiado. Quizás dejaste de orar, dejaste de servir, o sientes que tu lugar en la iglesia ya no es para ti. Pero escucha: la cruz ya tiene escrito tu nombre. La sangre de Cristo no fue derramada a medias, fue suficiente para cada falta, para cada error, para cada caída.

No importa cuán hondo hayas caído, los brazos del Padre siguen abiertos. Como el hijo pródigo que volvió oliendo a cerdos y con el corazón destrozado, así puedes volver tú hoy. Y el Padre no te va a rechazar; va a correr hacia ti, abrazarte y restaurarte (Lucas 15:20).

Cristo no murió en la cruz para que vivas cargando cadenas de culpa. Murió para que vivas libre en Su perdón. Y si el Hijo te libertare, serás verdaderamente libre (Juan 8:36).

Oración

Señor Jesús, hoy vengo con mi corazón cargado. Tú sabes mis errores, mis caídas, mis secretos y mi vergüenza. La culpa me ha querido apartar de Ti, pero hoy decido correr a Tus brazos en lugar de huir.

Perdóname, Señor. Lávame con Tu sangre preciosa. Hazme sentir otra vez el gozo de Tu salvación. Seca mis lágrimas y rompe las cadenas que me atan a la condenación.

No quiero vivir escondido como Adán, ni derrotado como Pedro, ni señalado como la mujer adúltera. Quiero vivir perdonado, restaurado y amado como hijo tuyo.

Gracias porque en la cruz llevaste mi culpa, mi vergüenza y mi condena. Gracias porque Tu amor es más fuerte que mi pecado. Hoy me entrego por completo a Ti.

En el nombre de Jesús, Amén.

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