martes, noviembre 25, 2025

Mi hijo me confesó que es gay: lo que hice después cambió mi fe.



Eran casi las once de la noche cuando escuché pasos lentos en el pasillo. Mi hijo Samuel se asomó con los ojos húmedos, como si estuviera a punto de decir algo que le quemaba el alma. Yo estaba en la sala, cansado después de un largo día de trabajo, pero su voz me hizo levantar la mirada.

—Papá… necesito hablar contigo —dijo en un tono tan frágil que me estremeció.

Apagué el televisor. Algo me dijo que esa conversación iba a marcar nuestras vidas.

Samuel respiró profundo y, con un hilo de voz, soltó lo que llevaba guardando por meses:
—Papá… soy gay.

No supe qué decir. El silencio se hizo tan pesado que hasta el tic-tac del reloj sonaba como un golpe. Sentí un vacío en el pecho, como si el mundo se me cayera encima. Mi mente se llenó de preguntas, de recuerdos, de culpa. Pensé en los partidos de fútbol cuando era niño, en las oraciones antes de dormir, en las veces que le decía “Dios tiene un gran propósito para ti”.

Esa noche no dormí.

Al día siguiente fui al trabajo, pero no pude concentrarme. Oré en silencio todo el día, pidiendo a Dios una respuesta. “¿Qué hago, Señor? ¿Qué le digo? ¿Lo corrijo, lo abrazo, lo ignoro?” No encontré una sola palabra que me pareciera correcta.

Durante días, la casa se volvió un campo de silencio. Samuel evitaba mi mirada, y yo no sabía cómo acercarme. Mi esposa, Marta, trataba de mantener la calma, pero también estaba rota por dentro. Hasta que una noche me dijo algo que me cambió el corazón:
—Roberto, no olvides que sigue siendo nuestro hijo. Dios no se ha rendido con él… ¿por qué habríamos de hacerlo nosotros?

Me quedé callado. Ella tenía razón. No podía rendirme.

Esa noche abrí mi Biblia buscando respuestas. Leí pasajes que ya conocía de memoria, pero por primera vez los vi con ojos distintos. En Romanos encontré la verdad que incomoda, y en los Evangelios encontré la verdad que abraza. Cuando llegué a la parábola del hijo pródigo, algo se quebró en mí.

Ese padre no aprobó la decisión de su hijo, pero tampoco dejó de amarlo. No lo persiguió con reproches. Lo esperó con los brazos abiertos.

Ahí entendí que Dios no me pedía que cambiara a mi hijo, sino que lo amara mientras Él hacía su obra en él.

Así que empecé de nuevo. Dejé de hablarle con sermones y empecé a hablarle con amor. En lugar de discutir, lo escuchaba. En lugar de juzgar, oraba. Y poco a poco, Samuel comenzó a acercarse otra vez.

Una tarde estábamos en el jardín, podando las plantas. Sin esperarlo, me dijo con lágrimas en los ojos:
—Papá, gracias por no soltarme. Sé que no ha sido fácil para ti.

Le respondí con el corazón en la garganta:
—Hijo, no puedo cambiar lo que la Biblia enseña, pero tampoco puedo dejar de amarte. Eres mi hijo, y eso no va a cambiar nunca.

Nos abrazamos. Fue un abrazo largo, sincero, de esos que sanan.

Desde entonces, mi oración cambió. Ya no le pedía a Dios que “corrigiera” a Samuel, sino que se revelara a su vida, que lo llenara de Su amor.

Y Dios empezó a hacerlo. Samuel, sin que nadie lo presionara, comenzó a leer la Biblia otra vez. Empezó a ir los domingos a la iglesia, primero por acompañarnos, luego porque algo lo tocaba. Un día lo vi llorar durante una alabanza, y entendí que Dios estaba obrando en silencio, sin necesidad de mis palabras.

El pastor dijo algo ese día que se me quedó grabado:

“El amor de Cristo no es una excusa para el pecado, pero tampoco es un martillo para golpear a quien peca. Es un puente que lleva de regreso al Padre.”

Aprendí que el amor sin verdad engaña, pero la verdad sin amor destruye. Necesitamos las dos.

Hoy no tengo todas las respuestas. Sigo orando por Samuel cada día, confiando en que Dios completará Su obra. Pero algo sí sé: esa confesión que me partió el alma también me hizo crecer en la fe. Me enseñó a amar como nunca había amado, y a confiar más en el poder del Espíritu Santo que en mis propias fuerzas.

Si tú estás pasando por algo parecido, si uno de tus hijos o alguien que amas te confesó algo que te sacudió, quiero decirte algo desde mi corazón: no dejes que el miedo te haga cerrar la puerta. A veces el amor más fuerte es el que se queda cuando todos se van.

Dios sigue siendo Dios. Su Palabra sigue siendo verdad. Pero Su misericordia también sigue viva, y es más grande que nuestros errores y temores.

Quizá no entiendas todo ahora, pero confía. Dios puede hacer milagros incluso en los corazones más confundidos. Y mientras Él trabaja, tú ama, ora y permanece.

Antes de cerrar, quiero dejarte esta reflexión…
El amor cristiano no se mide por cuántas veces corregimos, sino por cuántas veces sostenemos a los que amamos cuando se caen. A veces pensamos que amar a alguien que vive lejos de la voluntad de Dios es comprometer nuestra fe, pero en realidad, es reflejar el corazón del Padre que nunca deja de esperar el regreso de sus hijos.

Te invito a unirte conmigo en esta oración…
Señor, enséñanos a amar sin miedo, a hablar con verdad y a abrazar con gracia. Danos sabiduría para guiar a nuestros hijos con Tu luz, sin olvidar que también nosotros fuimos alcanzados por Tu misericordia. Toca los corazones que hoy están heridos, confundidos o alejados, y haz que cada familia se convierta en un refugio de amor y esperanza. En el nombre de Jesús, amén.

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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