martes, noviembre 25, 2025

La fe de un padre hispano en tiempos de redadas y miedo.



Durante veinticinco años, Osvaldo fue el tipo de hombre que muchos admiraban en silencio. Se levantaba antes del amanecer, tomaba su café mientras veía a su esposa preparar el desayuno y se despedía de sus tres hijos con una sonrisa llena de orgullo. No era rico, pero vivía bien. Tenía un empleo estable, un pequeño negocio que prosperaba, y sobre todo, una familia unida que respiraba paz. Su esposa, Marta, se dedicaba completamente al hogar. Sus hijos eran buenos estudiantes, respetuosos y agradecidos. En su casa no faltaba comida, risas ni fe.

Todo parecía tener el ritmo perfecto de una vida bendecida… hasta que un día todo cambió.
El día en que Donald J. Trump juró como presidente de los Estados Unidos, Osvaldo sintió que algo dentro de él se apretaba. No sabía explicar por qué, pero un presentimiento le robó el sueño aquella noche. Las noticias comenzaron a hablar de redadas, deportaciones, nuevas políticas migratorias, y de pronto el miedo —ese viejo enemigo que parecía olvidado— volvió a entrar en miles de hogares hispanos, incluido el suyo.

Al principio intentó no preocuparse. “Nosotros somos ciudadanos”, se repetía, tratando de convencerse. Pero su esposa no lo era. Ella tenía su vida hecha en el país, pero no tenía papeles. Llevaban años esperando una solución, confiando en promesas políticas que nunca llegaban. Ahora, cada toque en la puerta, cada patrulla que pasaba por la calle, le hacía temblar las manos.

Osvaldo comenzó a notar el cambio primero en los clientes. Muchos de los que iban a su negocio dejaron de aparecer. Algunos se mudaron, otros fueron deportados, y otros simplemente se escondieron del mundo. Las ventas bajaron mes tras mes, hasta que un día se dio cuenta de que su negocio, aquel que había levantado con tanto esfuerzo, se estaba desmoronando frente a sus ojos.

Intentó resistir. Vendió cosas, pidió préstamos, refinanció la casa, trabajó de noche. Pero nada fue suficiente. Los pagos se acumularon, las llamadas del banco se hicieron diarias, y cada vez que su esposa lo miraba en silencio, él sentía un nudo en la garganta. Ella no se quejaba, pero su mirada lo decía todo: miedo, culpa, impotencia.

Una noche, después de una larga jornada, Osvaldo se sentó solo en la sala. La televisión mostraba noticias sobre nuevas redadas y detenciones. Vio imágenes de familias separadas, de niños llorando, de madres esposadas frente a sus hijos. Sintió un golpe en el pecho. Apagó el televisor, se llevó las manos a la cara y lloró como no lo hacía desde niño. No lloraba solo por lo que había perdido, sino por lo que temía perder: su familia.

Sus hijos trataban de animarlo. Le decían: “Papá, todo va a estar bien”, pero él sabía que no era tan simple. Aunque ellos eran ciudadanos, su madre no lo era. Y si algo le pasaba a ella, su hogar nunca volvería a ser el mismo. Empezó a vivir con esa sombra diaria. Cada amanecer era una bendición, cada noche un alivio.

Con el tiempo, las deudas se volvieron insoportables. Cerró el negocio. Vendió el carro. Cambió su estilo de vida. Lo que antes era abundancia, ahora era supervivencia. Muchos de sus amigos se alejaron. Algunos no querían “meterse en problemas”, otros simplemente desaparecieron. Los mismos que un día lo admiraron por su éxito, ahora lo evitaban como si su mala suerte fuera contagiosa.

Pero Osvaldo no se rindió. En medio del caos, comenzó a orar más que nunca. Se arrodillaba cada noche, a veces sin palabras, solo con lágrimas. Y en esas oraciones sin voz, comenzó a sentir algo diferente: una paz que no venía del dinero ni de la política, sino de Dios.
Un día, mientras caminaba solo por el parque, le habló al Señor con el corazón abierto:
“Padre, no entiendo por qué me está pasando esto. Yo siempre he trabajado, he dado todo por mi familia, nunca he hecho mal a nadie… pero si esto sirve para acercarme más a Ti, aquí estoy. Haz tu voluntad, aunque duela.”

Fue un momento de rendición. Desde entonces, algo cambió en su interior.
El negocio no volvió a abrir, las deudas siguieron, y su situación no se resolvió de inmediato. Pero su corazón se fortaleció. Aprendió a valorar lo que antes daba por sentado: el amor de su esposa, las risas de sus hijos, un plato sencillo en la mesa. Descubrió que la verdadera riqueza no está en las cuentas bancarias, sino en la fe que te sostiene cuando todo se derrumba.

Poco a poco, Osvaldo comenzó a trabajar de nuevo. No era lo mismo, ganaba menos, pero dormía en paz. Sus hijos, ya mayores, comenzaron a ayudarlo. La familia se unió más que nunca. Y aunque el miedo seguía rondando por las calles de muchos hispanos, en su casa reinaba algo que ningún decreto podía quitar: la esperanza.

Pasaron los años, y mirando atrás, Osvaldo comprendió que aquel tiempo oscuro no fue su ruina, sino su escuela. Aprendió a confiar más en Dios que en los gobiernos, más en la fe que en los números, más en la familia que en las promesas vacías de los hombres.

Nunca olvidará esa etapa. La política le cambió la vida, sí, pero Dios le cambió el corazón. Y eso fue lo que realmente lo salvó.

Antes de terminar, quisiera dejarte esta reflexión…
Hay pruebas que parecen injustas, momentos que no entendemos, pero Dios no se equivoca. Él sabe cuándo cerrar una puerta y cuándo abrir otra. Si alguna vez sientes que todo se derrumba, recuerda que tal vez el Señor te está preparando para algo más grande, algo eterno. La fe no siempre cambia las circunstancias, pero siempre cambia el corazón de quien cree.

Te invito a unirte conmigo en esta oración…
Señor, te pedimos por todas las familias que han perdido su estabilidad, sus negocios o su paz por causas que no pueden controlar. Dales fuerza, Señor, dales esperanza. Enséñales a confiar más en Ti que en los sistemas de este mundo. Que cada hogar encuentre consuelo bajo tu abrigo, y que ningún miedo pueda apagar la fe en tu promesa. En el nombre de Jesús, amén.

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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