A veces uno no lo dice en voz alta, pero hay días donde el alma se siente cansada… y no es porque te falte fe, sino porque te sobran batallas. Me ha pasado, y seguramente a ti también. Hay momentos donde el corazón se aprieta por dentro, donde uno ora sin palabras, casi con un suspiro, porque no sabe si puede continuar igual. Justo en temporadas así es cuando el Salmo 116 se vuelve una especie de abrazo que no te juzga, que no te exige sonreír, que simplemente te recuerda una verdad que brilla incluso en la oscuridad: Dios escucha. Y escucha de verdad.
El salmista arranca diciendo algo tan directo que me sorprende cada vez que lo leo: “Amo a Jehová, pues ha oído mi voz y mis súplicas”. No empieza diciendo “Yo soy fuerte”, “todo saldrá bien” o “estoy confiado aunque duela”. No. Empieza diciendo que ama a Dios porque Dios lo escuchó cuando clamó. Y eso me pega, porque muchos cristianos hoy sienten que tienen que aparentar estar siempre fuertes, siempre espirituales, siempre positivos. Pero este salmo no habla desde arriba, sino desde abajo. Desde el suelo. Desde el momento donde te duele el pecho, donde sientes que ya no puedes más y aun así levantas la mirada porque necesitas que alguien, aunque sea uno, te escuche de verdad.
El salmista lo dice sin rodeos: estuvo rodeado de la muerte. Se sintió atrapado. Sometido a angustia. Y creo que todos alguna vez hemos estado ahí, no siempre físicamente, pero sí emocional y espiritualmente. Cuando te llega una noticia que no esperabas. Cuando la traición viene del lugar que menos imaginabas. Cuando se muere un sueño que tenías años construyendo. Cuando pasan cosas que te quiebran en pedacitos y ni siquiera sabes cómo juntar lo que se rompió.
Pero ahí, en medio de eso, dice algo demasiado sencillo, tan sencillo que casi parece débil, pero es lo más poderoso: “Invoqué el nombre de Jehová”. No fue una oración elegante. No fue un discurso. Fue un grito, una súplica, quizás apenas un “Señor, ayúdame”. Y ese pequeño clamor, tan simple, tan humano, tan honesto… lo escuchó el Dios del universo. Me encanta esa parte. Porque Dios no responde a los discursos bonitos; responde al corazón sincero.
El Salmo 116 es un testimonio. No es un estudio. No es una clase. Es alguien diciendo: “Yo pensé que ahí terminaba todo… pero Dios se inclinó hacia mí”. Y esa palabra, “se inclinó”, me da una imagen tan profunda. Como cuando un papá inclina su cuerpo para quedar a la altura de su hijo que está llorando. Como cuando tú te agachas para escuchar mejor a alguien que está débil. Eso es lo que Dios hace contigo, conmigo, con todos los que lo invocan desde el dolor: se inclina.
Luego el salmista describe a Dios con tres palabras que podrían cambiar la vida de cualquiera que se las tome en serio: misericordioso, justo y compasivo. Es tan hermoso y tan delicado ese equilibrio… misericordioso para levantarte, justo para defenderte, compasivo para abrazarte. No sé tú, pero en momentos de angustia eso es exactamente lo que uno necesita. No un sermón. No un “échale ganas”. No un “deberías tener más fe”. Sino un Dios misericordioso, justo y compasivo.
Y después viene una frase que, si la piensas un momento, es casi una orden para el alma cansada: “Vuelve, oh alma mía, a tu descanso”. Qué locura. El descanso no se siente… se ordena. No llega por casualidad… se busca. No se espera… se declara. A veces Dios te rescata de la angustia, pero tú sigues corriendo por dentro; sigues peleando batallas que ya terminaron; sigues cargando culpas que Él ya quitó; sigues ocupando tu mente con escenarios que ya no existen. Y Dios te dice: “Alma mía, vuelve a tu descanso. Yo te he hecho bien”.
Qué difícil es descansar cuando llevas años viviendo en modo supervivencia. Uno se acostumbra a estar tenso. A estar alerta. A esperar lo peor. Pero el salmista nos recuerda algo que casi siempre olvidamos: el descanso también es obediencia. También es fe. También es adoración. Porque cuando descansas, estás diciendo: “Dios, tú cargas lo que yo no puedo cargar”.
Más adelante el salmista dice: “Tú has librado mi alma de la muerte, mis ojos de lágrimas y mis pies de caída”. Si lees eso despacio, casi puedes sentir cómo alguien está respirando por primera vez después de una crisis. Como si dijera: “Estoy vivo porque Dios intervino. Mis lágrimas no me destruyeron porque Dios me sostuvo. Mis pasos no se perdieron porque Dios me guió”. Y creo que todos los que amamos a Dios, tarde o temprano, llegamos a esa frase: si no fuera por Él, yo no estaría aquí.
Lo más impresionante del Salmo 116, al menos para mí, es cuando el salmista empieza a preguntarse: “¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?”. Y es casi gracioso, porque la respuesta es obvia: no puedes pagarle nada. No hay manera. Él no te rescató porque esperara algo. Él te cargó porque te ama, no porque necesite algo de ti. Y aun así, el salmista dice que levantará la copa de salvación y que invocará Su nombre. Es decir: le responderé con gratitud y obediencia.
A veces nosotros complicamos la vida cristiana diciendo “¿Qué puedo darle a Dios?”, “¿Cómo puedo compensarlo?” o “¿Qué hago para que Él vea que sí lo valoro?”. Pero la Biblia lo muestra tan sencillo: Dios quiere tu gratitud, tu obediencia y tu amor. Nada más.
La parte final me conmueve cada vez que la leo: “Mucho estima Jehová la muerte de sus santos”. Es de esos versículos que uno no entiende a la primera. ¿Cómo que Dios estima la muerte? Pero cuando lo ves bien, se trata de algo mucho más profundo. Dios valora, honra y cuida la vida de sus hijos, incluso cuando atraviesan momentos extremos. Dios ve el sufrimiento; no lo minimiza; no lo romantiza; no lo ignora. Él está allí.
El salmista termina declarando algo bellísimo: caminaré en la presencia de Jehová. Y qué frase más necesaria en tiempos donde la vida se siente tan pesada, tan rápida, tan incierta. Caminar en la presencia de Dios no es caminar sin problemas, pero sí es caminar sin estar solo.
El Salmo 116 es, al final, el canto de alguien que tocó fondo y encontró que Dios estaba allí. De alguien que se quebró, pero fue sostenido. De alguien que gritó desde su angustia, pero fue escuchado. Y de alguien que volvió a levantarse, no porque fuera fuerte, sino porque Dios se inclinó hacia él.
Si estás pasando por un momento así, donde tus fuerzas ya no te alcanzan, donde te cuesta respirar, donde la angustia te ha quitado el sueño… este salmo es para ti. Dios te escucha. Dios te ve. Dios se inclina hacia ti. Y Dios te va a levantar. Quizá no de la forma que imaginabas ni en el tiempo que quisieras, pero Él es fiel. Y si pudo rescatar al salmista en su peor noche, también puede rescatarte a ti en la tuya.
Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión… muchas veces creemos que la fe consiste en no quebrarse, en mantenerse firme, en no mostrar debilidad. Pero este salmo demuestra que la fe también es llorar, también es clamar, también es decir “no puedo”, también es pedir ayuda. Dios no te exige perfección; te pide honestidad. Y cuando eres honesto, cuando te derramas delante de Él, cuando sueltas lo que traías cargando… ahí es donde Él te levanta con más fuerza, más ternura y más paz de la que imaginabas.
Te invito a unirte conmigo en esta oración… Señor, gracias por escucharme incluso cuando mis palabras se rompen. Gracias porque te inclinas hacia mí y no me dejas caer. Hoy dejo en tus manos mis cargas, mis miedos y mis pensamientos que no me dejan descansar. Devuélvele a mi alma la paz que solo tú sabes dar. Enséñame a confiar, a esperar, a caminar en tu presencia. Tú me has hecho bien, y aunque a veces me cueste verlo, hoy decido creerlo. Amén.
En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.




