martes, noviembre 25, 2025

El llamado cristiano a la hospitalidad.

En un mundo donde el individualismo parece ganar terreno y las relaciones humanas se enfrían, la hospitalidad cristiana resalta como una virtud olvidada pero profundamente necesaria. Ser hospitalario no es solo abrir la puerta de la casa, sino también abrir el corazón. Es un acto de amor que refleja el carácter mismo de Cristo, quien nunca cerró sus brazos a los necesitados, a los cansados ni a los pecadores.

La hospitalidad, en su esencia, es una manifestación práctica del mandamiento del amor. En la Biblia, Dios enseña que el recibir a otros es una forma de recibirlo a Él. “No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Hebreos 13:2). Este pasaje nos recuerda que cada gesto de acogida tiene un valor eterno, aunque no siempre comprendamos su alcance en el momento.

Jesús mismo vivió y enseñó la hospitalidad. En cada encuentro —con la mujer samaritana, con Zaqueo, con los discípulos en el camino a Emaús— extendió una invitación al encuentro, a la comunión y a la transformación. Su mesa siempre fue un espacio de gracia. No exigía perfección para sentarse con Él; bastaba el deseo de escuchar y recibir. Así debe ser también el corazón del creyente: un lugar donde otros puedan descansar y sentirse amados.

El apóstol Pedro nos exhorta: “Hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones” (1 Pedro 4:9). La hospitalidad no debe ser un acto forzado ni interesado, sino un reflejo natural del amor que hemos recibido. Abrir nuestra casa, compartir un plato de comida, escuchar a alguien que sufre o simplemente brindar compañía son formas de sembrar el Reino de Dios en lo cotidiano. A veces una taza de café y una conversación sincera pueden ser más poderosas que un sermón.

Practicar la hospitalidad no depende de tener mucho, sino de estar dispuesto. Abraham no sabía que los tres hombres que recibió bajo su tienda eran mensajeros de Dios, pero su disposición a servir cambió su historia. En un mundo lleno de desconfianza, el cristiano está llamado a ser distinto: un canal de esperanza, un refugio donde el amor de Cristo se haga tangible.

“Y el Rey responderá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40). Cada vez que acogemos a alguien, estamos honrando al mismo Cristo. Cada vez que compartimos lo poco o mucho que tenemos, se enciende una luz en medio de la oscuridad.

La verdadera hospitalidad cristiana nace de un corazón agradecido, consciente de que todo lo que tenemos proviene de Dios. No se trata de mostrar generosidad para ser vistos, sino de vivirla porque entendemos que fuimos nosotros los primeros en ser recibidos: pecadores perdonados, extraños que ahora somos parte de la familia de Dios.

Pensamiento final:
El llamado a la hospitalidad no es opcional; es una expresión viva del evangelio. Cuando abrimos la puerta a otro ser humano, abrimos también la puerta para que el amor de Dios fluya a través de nosotros. En tiempos donde la soledad abunda, una casa abierta y un corazón dispuesto pueden convertirse en el milagro que alguien estaba esperando.

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