El fanatismo, ya sea religioso o político, es una prisión invisible. No se sostiene en la verdad, sino en el miedo y en la necesidad de pertenencia. El fanático no se permite dudar, porque la duda le aterra; no piensa, porque pensar lo llevaría a enfrentar contradicciones; no cuestiona, porque cuestionar implicaría reconocer que puede estar equivocado. En lugar de reflexionar, ataca; en vez de discernir, obedece ciegamente. Se aferra con fuerza a una “verdad absoluta” que muchas veces no es más que un dogma impuesto por hombres. Repite consignas como un eco vacío y teme a la verdad, porque sabe que, si la enfrenta, podría perder todo aquello en lo que ha edificado su identidad.
La Biblia nos recuerda que la verdad no esclaviza, sino que libera: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Sin embargo, el fanático no busca libertad, sino seguridad. Prefiere vivir en la comodidad de lo conocido, aunque sea mentira, antes que caminar en el riesgo de la verdad. Así actuaban los fariseos en tiempos de Jesús: conocían las Escrituras, pero habían sustituido la esencia de la ley de Dios por tradiciones humanas. Jesús los confrontó diciendo: “Dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres” (Marcos 7:8).
El fanatismo religioso convierte la fe en esclavitud. No se trata de amar a Dios ni de obedecerle en espíritu y en verdad, sino de someterse a estructuras humanas que manipulan la fe para obtener poder. De igual manera, el fanatismo político convierte la ideología en ídolo: se adoran partidos, líderes o sistemas como si fueran la fuente de salvación. Pero la Palabra es clara: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3). Cuando un corazón entrega su lealtad absoluta a un hombre o a un partido, en lugar de a Dios, ha levantado un becerro de oro moderno.
Pablo también advirtió: “Que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres” (Efesios 4:14). El fanatismo, sea religioso o político, infantiliza al creyente y lo convierte en un seguidor ciego. El verdadero llamado de Cristo es a la madurez: a pensar, a examinar, a discernir. “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21).
La diferencia entre el fanatismo y la fe genuina es clara:
- El fanatismo no duda, pero la fe auténtica sabe que la duda puede ser el inicio de un encuentro más profundo con Dios.
- El fanatismo no piensa, pero la fe verdadera involucra amar a Dios con toda la mente (Mateo 22:37).
- El fanatismo no cuestiona, pero la fe madura se atreve a preguntar como los discípulos lo hicieron ante Jesús.
- El fanatismo ataca, pero la fe genuina responde con amor y verdad.
- El fanatismo obedece ciegamente, pero la fe verdadera obedece por convicción y amor.
- El fanatismo repite consignas, pero la fe auténtica vive y experimenta la Palabra en el corazón.
- El fanatismo se aferra a dogmas humanos, pero la fe se aferra a Cristo, la Roca eterna.
- El fanatismo teme a la verdad, pero el cristiano sabe que la verdad siempre viene de Dios.
El fanatismo es un camino de esclavitud; la fe es un camino de libertad. La política y la religión, cuando son usadas sin discernimiento, pueden convertirse en trampas de manipulación y control. Pero el evangelio nos recuerda que solo Cristo es Señor, y que nadie más merece adoración ni obediencia absoluta.
La verdadera libertad no se encuentra en repetir consignas ni en seguir multitudes, sino en caminar con Cristo, que es “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). Allí, en Él, no hay miedo a perderlo todo, porque en Él lo tenemos todo.




