martes, noviembre 25, 2025

El camino del que nadie quiso ayudar.

Era una tarde calurosa, el tipo de día en que el sol parece caer con todo su peso sobre los hombros. Un hombre caminaba solo por el camino de Jerusalén a Jericó. Era una ruta peligrosa, conocida por los asaltos. Aun así, él debía pasar por allí; quizás por necesidad, quizás por confianza en que nada malo pasaría. Pero en medio del silencio, de pronto, el sonido de pasos apresurados y un golpe seco lo derribó al suelo.

Tres hombres lo rodearon. No hubo tiempo de defenderse. Lo golpearon con fuerza, le arrebataron su bolsa, su manto, hasta sus sandalias. Cuando terminaron, lo dejaron tirado, medio muerto, en medio del polvo del camino.

El hombre intentó moverse, pero el dolor era insoportable. Podía sentir la sangre corriendo por su rostro y el calor del suelo quemándole la piel. Miró el horizonte y solo vio el polvo levantarse a lo lejos. Quizás alguien vendría. Quizás no.

Pasó un tiempo, no se sabe cuánto. Pero entonces escuchó pasos. Eran firmes, seguros. Tal vez era su salvación. Levantó un poco la cabeza y vio venir a un sacerdote, con su túnica limpia, caminando despacio y mirando al frente. El hombre intentó hacer un gesto, pedir ayuda, pero el sacerdote lo vio… y se hizo a un lado del camino.
No dijo palabra. Solo siguió.

Después vino otro hombre, un levita, conocedor de la ley y del templo. Lo miró, se detuvo un instante, quizás con algo de compasión… pero también siguió de largo. Tal vez pensó que ya estaba muerto, o que no era su problema, o que no tenía tiempo. Y así, el herido volvió a quedar solo, con el cuerpo ardiendo y el alma deshecha.

El sol empezó a bajar, el aire se hizo más fresco, y justo cuando el hombre pensó que su final había llegado, escuchó el sonido de un burro acercándose. El paso era tranquilo, casi como una canción de esperanza. Era un viajero, un samaritano.
Al verlo, el herido sintió miedo. Los samaritanos y los judíos no se hablaban, se despreciaban mutuamente. “Si este sabe que soy judío”, pensó, “quizás termine de matarme.”
Pero el samaritano se detuvo.

Bajó de su burro y se acercó despacio. Miró el cuerpo ensangrentado, los ojos temblorosos del hombre tirado, y sin pensarlo, se arrodilló. Sacó de su bolsa un poco de vino, lo vertió sobre las heridas para limpiarlas, y luego aceite para aliviar el dolor. Rasgó su propio manto para vendarlo.

El herido no entendía nada. Nadie le debía nada a un desconocido, menos aún si era de otro pueblo. Pero este hombre, que para otros era enemigo, lo estaba cuidando como si fuera su propio hermano.

El samaritano lo subió a su burro con esfuerzo y lo llevó a un mesón cercano. Pasó la noche cuidándolo, cambiándole las vendas, dándole de beber. Al amanecer, le habló al dueño del lugar:
—Cuídalo, por favor. Aquí tienes dinero para los gastos. Si gasta más, cuando vuelva te lo pagaré.

Y así, se fue. Sin pedir nada a cambio, sin dejar su nombre, sin esperar reconocimiento. Solo hizo lo correcto.

Días después, cuando el herido despertó y pudo levantarse, preguntó quién lo había ayudado. El mesonero le respondió:
—Un samaritano.
El hombre guardó silencio. Sintió un nudo en la garganta. “Un samaritano…”, repitió en voz baja. Y se dio cuenta de algo: Dios había usado a quien menos esperaba.

Porque el amor de Dios no tiene fronteras, ni etiquetas, ni religiones. No se detiene en el color de la piel, el idioma, o la denominación. El amor verdadero actúa, no solo habla. Se detiene donde otros siguen de largo. Se ensucia las manos donde otros mantienen las suyas limpias.

Jesús contó esta historia frente a un hombre que lo había puesto a prueba, un experto en la ley que le preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús respondió con esta parábola, y al final le preguntó:
—¿Quién de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de ladrones?
El hombre respondió:
—El que tuvo misericordia de él.
Y Jesús le dijo:
—Ve, y haz tú lo mismo.

En esas palabras se encierra toda la esencia del Evangelio. No basta con saber mucho de Biblia, ni con asistir al templo o levantar las manos en adoración. Si nuestro corazón no se mueve por la compasión, aún no hemos entendido el mensaje de Cristo.

El samaritano no conocía los rituales del templo, pero conocía el lenguaje del amor. No tenía autoridad religiosa, pero tenía el corazón de Dios.

Hoy, esa historia se repite cada día. Hay personas tiradas en los caminos modernos: heridos por la traición, el rechazo, la pobreza, la depresión, o la soledad. Algunos pasamos de largo porque pensamos que “no es nuestro problema”. Otros preferimos no mirar, para no complicarnos. Pero Dios nos llama a ser samaritanos en este mundo indiferente.

Ser samaritano es detenerse cuando nadie más lo hace. Es mirar con compasión al que sufre. Es dar aunque no sobre. Es acercarse aunque no sea “de los nuestros”. Es amar sin esperar nada.

A veces ese “herido” puede estar más cerca de lo que imaginamos: puede ser un vecino con el corazón roto, un compañero de trabajo que sonríe pero carga una tormenta, un familiar con quien no hablamos hace tiempo, o incluso alguien que nos ofendió.

Jesús no solo contó la historia; Él mismo fue el Buen Samaritano. Nos encontró tirados en el camino, heridos por el pecado, sin fuerzas para levantarnos. Otros pasaron de largo, pero Él se detuvo. Nos limpió, nos vendó las heridas con su gracia y nos cargó sobre sus hombros. Pagó el precio completo en la cruz para darnos vida.
Y lo hizo sin esperar nada, solo por amor.

Cuando ayudamos al que no puede devolvernos el favor, cuando perdonamos al que nos hirió, cuando damos sin esperar aplauso, nos parecemos a Él.

Porque el amor que Jesús enseñó no es un sentimiento, es una acción. Y no necesita que el otro lo merezca.
Cada vez que ves a alguien herido —física, emocional o espiritualmente— tienes una oportunidad de vivir esta parábola. Tal vez no puedas cambiar el mundo, pero sí puedes cambiar el día de alguien.

Jesús no pidió que seamos héroes, solo que tengamos misericordia. Que no nos excusemos diciendo “no tengo tiempo”, “no es mi problema”, “no se lo merece”. Que amemos como Él amó: con las manos y con el corazón.

Reflexión
¿A cuántas personas he dejado tiradas en mi camino sin darme cuenta? A veces el orgullo, la rutina o el miedo nos hacen pasar de largo. Pero cuando abrimos los ojos y dejamos que el Espíritu Santo nos mueva, descubrimos que la verdadera grandeza está en servir, no en ser vistos. Hoy, Jesús nos vuelve a decir: “Ve, y haz tú lo mismo.” Sé el que se detiene, el que cura, el que levanta, el que ama sin etiquetas. En un mundo lleno de indiferencia, sé un buen samaritano.

Oración
Señor Jesús, enséñame a ver con tus ojos. Que no pase de largo ante el dolor ajeno. Haz mi corazón sensible, mis manos dispuestas y mis pasos firmes para llevar tu amor donde más se necesita. Que pueda reflejar tu compasión cada día. Amén.

En somos cristianos conectamos corazones con Cristo.

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