martes, noviembre 25, 2025

Cuando tus hijos se alejan y nadie entiende tu dolor.



Marta nunca imaginó que el amor también podía doler de esa manera.
Durante años vivió para sus hijas: tres en total, dos del primer matrimonio y una del segundo. Su vida giraba en torno a ellas. Eran su motivo para trabajar, para sonreír, para seguir. Pero un día, sin pelear, sin gritar, las dos mayores le dijeron que querían irse a vivir con su papá.

“Solo un tiempo, mamá”, le dijeron.
Y ese “solo un tiempo” se volvió una eternidad vacía.

Desde entonces, la casa se le volvió inmensa. Cada rincón le recordaba algo: los desayunos a prisa, las risas por la ropa prestada, los consejos antes de dormir.
De pronto, todo eso desapareció, y Marta se quedó con el eco del silencio.

Al principio intentó fingir que estaba bien. Salía, trabajaba, publicaba fotos con su hija menor, sonreía en la iglesia… pero por dentro se estaba apagando. La tristeza se le metió en el cuerpo, la mente y el alma. No dormía, no tenía ganas de cocinar, ni siquiera de hablar. Era como vivir, pero sin vida.

Buscó ayuda.
Fue a terapia, contó su historia, lloró, escuchó consejos. Pero nada cambiaba. Salía del consultorio igual de vacía, con las mismas preguntas que nadie podía responder:
“¿Por qué mis hijas prefirieron irse? ¿Qué hice mal? ¿Por qué siento que ya no me necesitan?”

También buscó refugio en sus amigas. Les abrió el corazón, les contó cosas que nunca había dicho. Pensó que encontraría comprensión, pero terminó sintiendo vergüenza. Algunas la escucharon, sí, pero luego hablaron de ella. Comentaban sus problemas con otras personas, la juzgaban, la llamaban “dramática”.
Eso le dolió más que el abandono de sus hijas. Porque se dio cuenta de que incluso entre las personas que llamaba “amigas”, había crueldad disfrazada de consejos.

Intentó desahogarse con otros conocidos, hombres que se mostraban atentos al principio, pero pronto entendió que su interés no era genuino.
Querían aprovecharse de su vulnerabilidad.
Ella buscaba comprensión, y ellos buscaban su cuerpo.
Y eso la rompió todavía más.

Una noche, sin fuerzas para seguir fingiendo, Marta se sentó en el suelo de su cuarto y lloró como nunca antes. Gritó el nombre de sus hijas. Le pidió a Dios que se las devolviera, aunque sabía que estaban vivas, solo lejos. Lo que quería recuperar no eran sus cuerpos, sino el vínculo que sentía que se había deshecho.

“Dios mío, ¿por qué me dejaste sola?” —susurró entre lágrimas—.
Y aunque el cielo guardó silencio, Marta sintió que algo se movía dentro de ella. Era pequeño, apenas un soplo. Pero era real.

Al día siguiente, sin saber por qué, abrió la Biblia que llevaba meses cerrada. Se detuvo en el Salmo 34:18:
“Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.”
Por primera vez en mucho tiempo, esas palabras le hablaron al alma.

Desde entonces, Marta ya no busca respuestas en todos lados. Entendió que hay dolores que solo Dios puede entender, y que no todos los amigos saben acompañar.
Ya no confía en cualquiera, pero tampoco se amarga.
Aprendió a quedarse en silencio cuando no hay comprensión, y a hablar con Dios cuando todos los demás se alejan.

Todavía tiene días grises. Hay mañanas en las que se levanta llorando, noches en las que revisa su celular esperando un mensaje que no llega. Pero poco a poco, la fe ha empezado a ocupar el lugar que antes llenaba la desesperación.

Ya no pide que sus hijas vuelvan. Ahora pide que Dios las cuide.
Ya no busca ser entendida, solo escuchada por Aquel que nunca falla.

Y aunque su historia aún no tiene un final feliz, Marta ha aprendido algo que muchas madres olvidan: que incluso cuando los hijos se alejan, Dios nunca se va.

Quisiera cerrar con esta reflexión: muchas madres cargan silencios que nadie ve. Han buscado ayuda, consejo, amor, y solo han recibido juicios, traiciones o indiferencia. Si tú eres una de ellas, no te sientas menos. No estás loca, no estás sola, y no eres débil. Lo que sientes es real, pero también lo es el amor de Dios, que no se apaga cuando tus fuerzas se acaban. Aunque no veas solución, Él sigue obrando en lo invisible.

Te invito a unirte conmigo en esta oración:
Señor, tú conoces el dolor que no se dice, el cansancio que nadie nota, y las lágrimas que solo tú has contado. Te pido por cada madre que se siente sola, traicionada o incomprendida. Abrázala con tu ternura, devuélvele la paz que el mundo le quitó, y enséñale que tu amor basta cuando todo lo demás falla. En el nombre de Jesús, amén.

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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