A veces uno pasa por temporadas donde la vida parece una mezcla extraña de cansancio, gratitud, sustos, aprendizajes y milagros pequeños que casi nadie nota. He tenido días donde me siento increíblemente bendecido, y otros donde, sinceramente, no sé ni cómo sigo de pie. Y mientras trato de entender mis propias etapas, vuelvo a este salmo que no es una historia lineal, sino una colección de momentos reales, humanos, rotos, pero también profundamente esperanzadores. El Salmo 107 es como ver la vida misma: desiertos, tormentas, prisiones, enfermedades, angustias… y después un Dios que llega justo cuando uno siente que ya no puede más.
Este salmo tiene una frase que se repite varias veces y que, cuando uno está pasando por lo suyo, casi se vuelve un susurro directo al corazón: “Clamaron a Jehová en su angustia, y los libró de sus aflicciones.” Cuando lo leí otra vez estos días, sentí ese pequeño golpe suave en el pecho… ese “hey, yo sigo aquí” que Dios nos manda cuando uno se siente medio perdido.
Y si te soy sincero, mientras escribo esto he estado pensando en cuántas veces Dios me ha rescatado sin que yo lo note. Porque uno cree que Dios solo rescata en cosas grandes, pero no… también rescata en lo cotidiano: en el pensamiento que se aclara, en el ánimo que regresa, en el miedo que se calma, en la puerta que se abre, en el consejo que llega en el momento exacto. Y el Salmo 107 lo dice de forma tan honesta que es imposible no verse reflejado.
El salmo empieza diciendo: “Alabad a Jehová, porque él es bueno; porque para siempre es su misericordia.” Suena simple, pero cuando lo lees en contexto, cambia todo. No es una frase decorativa, es un recordatorio para los que hemos sido sostenidos cuando no lo esperábamos. La misericordia de Dios no es teórica, es práctica. Es lo que nos mantiene con vida, con fe y con esperanza.
El salmista describe cuatro escenas diferentes, pero todas tienen la misma raíz: gente que estaba perdida, atrapada, rota, enferma o al borde del colapso… y un Dios que escucha el clamor, se levanta y los rescata. No porque lo merecían, sino porque Él es bueno.
En uno de los pasajes, el salmo habla de personas que andaban “perdidas por el desierto”. Y pensé en cuántas veces uno camina así: sin dirección, tratando de mantener la compostura pero seco por dentro, con ese tipo de sed que no se quita con agua, sino con un abrazo del alma. Y justo ahí, dice que Dios “los llevó por camino derecho, para que llegaran a ciudad habitable”. No es solamente que te guía, es que te lleva a un lugar donde tu vida vuelve a tener sentido.
Otra parte habla de gente que estaba “sentada en tinieblas y en sombra de muerte”, no por mala suerte, sino por decisiones malas, errores, heridas, cadenas internas. Y aun así, dice que Dios “rompió sus prisiones”. Qué fuerte. Hay prisiones que no son de barras, pero pesan más. La culpa, el miedo, la ansiedad, el resentimiento, la baja estima, las heridas viejas… Dios rompe esas también.
Más adelante describe personas que estaban “afligidas por causa del camino de su vida”, tan debilitadas que ya ni apetito tenían. No sé si te ha pasado, pero hay momentos donde uno ya ni ganas tiene. Y justo ahí, dice que “Dios envió su palabra y los sanó”. Esa frase me estremeció. A veces no necesitamos que cambien todas las circunstancias, sino que una sola palabra de Dios entre al corazón y algo se encienda otra vez.
Y luego está la escena que más me identificó: los que se metieron en una tormenta tan grande que pensaron que iban a morir. El viento, las olas, el miedo, la confusión… todo encima al mismo tiempo. Y dice que “clamaron a Jehová en su angustia, y los hizo salir de sus aflicciones. Cambió la tempestad en sosiego y las olas se aquietaron”. Qué imagen tan real. A veces Dios no cambia el barco, ni los remos, ni tu fuerza… cambia el viento. Y de pronto puedes respirar de nuevo.
Mientras leía todo esto, pensé: este salmo no es una poesía bonita. Es la foto de lo que Dios sigue haciendo hoy. Y en cada historia hay algo en común: Dios responde cuando sus hijos claman. No cuando fingen estar fuertes. No cuando aparentan tener todo bajo control. Sino cuando se sinceran: “Señor, ya no puedo con esto.”
Y en ese punto, Dios muestra su misericordia.
Lo que más me gusta del Salmo 107 es que no te pide que seas perfecto. Te recuerda que has sido rescatado más veces de las que recuerdas. Te invita a mirar atrás y reconocer que Dios estuvo ahí aun cuando tú estabas distraído, herido o rebelde.
Hace unos días, mientras pensaba en este salmo, me acordé de algo que me pasó cuando estaba atravesando una temporada difícil. Tenía la mente hecha un lío, el corazón cansado, la fe un poquito golpeada… y una noche me quedé sentado sin hablar, sin llorar, sin orar siquiera… solamente en silencio. Y fue justo ahí donde sentí ese pequeño pensamiento que no viene de uno mismo: “Llámame, yo te escucho.” Sentí una paz que no sé explicar. No resolvió mis problemas de un jalón, pero me devolvió el aire.
Eso es lo que este salmo quiere recordar. No es que Dios te evita el desierto, la tormenta, la angustia o las noches largas. Es que Él entra contigo, y cuando tú clamas, Él se mueve.
El salmo termina diciendo que “los rectos lo verán y se alegrarán”. O sea, al final de todo, los que confían en Dios terminan viendo su mano. No importa cuánta sombra haya pasado por tu vida; al final entenderás que Dios nunca te soltó.
Y quizá hoy estás en uno de esos cuatro escenarios del Salmo 107: desierto, prisión interna, enfermedad del alma o tormenta. Pero si hay algo que Dios te quiere decir hoy es esto: “Clama. Yo sigo aquí. No llegas tarde. No me cansé de ti. Mi misericordia sigue siendo para siempre.”
A veces creemos que la vida espiritual es complicada, pero en realidad es más sencilla de lo que parece: clamar, confiar y agradecer. Eso es todo. Dios se encarga del resto.
Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión… Si hay un área de tu vida que se siente vacía, rota o pesada, es justo ahí donde este salmo respira vida. El mismo Dios que calmó tormentas, rompió cadenas, sanó corazones y guió a los perdidos sigue obrando hoy. No importa cuántas veces te hayas sentido desbordado. Lo que importa es que todavía puedes clamar. Y cada vez que lo haces, Dios escucha. A veces la respuesta llega en forma de fuerza, paz o claridad… y otras veces llega en forma de dirección. Pero siempre llega.
Te invito a unirte conmigo en esta oración… Señor, gracias por tu misericordia que nunca cambia. Gracias porque aunque a veces camine cansado, confundido o herido, tú sigues escuchando mi clamor. Rompe las cadenas que yo no puedo romper, calma la tormenta que no puedo controlar y guía mis pasos hacia ese lugar seguro donde mi alma descansa en ti. Sostén mi vida, mi mente y mis emociones. Dame paz, dame luz, dame tu presencia. En tus manos pongo todo lo que soy. Amén.
En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.




