Hay libros que se leen con la mente. Este se lee con la piel. Cantar de los Cantares no es un tratado ni un manual; es un álbum de susurros entre dos que se buscan, se pierden y se encuentran. Y, aunque a muchos les incomode, Dios decidió inspirar poesía erótica y matrimonial para sanar una herida antigua: la iglesia habla de sexo tarde, poco y con culpa; la Biblia lo hace temprano, con belleza y sin vergüenza.
Lo primero: aquí no predica un profeta ni legisla un rey. Hablan “ella” y “él”, con un coro que asiente. La mujer no es adorno; es protagonista, inicia, invita, nombra su deseo y su cuerpo. “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío” (Cantares 6:3). Esa línea, tan breve, desarma siglos de dominio: pertenezco y me pertenecen, pero no como objeto, sino como pacto. No hay conquista; hay consentimiento. No hay obligación; hay alegría.
El poema no se avergüenza de decir “te deseo”. En un jardín de metáforas—viñas, granadas, aromas—Dios limpia la palabra placer de toda suciedad cultural. ¿Por qué? Porque el placer fue idea suya antes de que lo corrompiéramos. El Cantar devuelve la sexualidad a su marco: exclusividad, ternura, juego, palabras que bendicen, tiempos que respetan. “No despertéis el amor, hasta que quiera” (2:7). Eso no es puritanismo; es sabiduría: el fuego es bendición en la chimenea del pacto, pero quema la casa cuando se escapa.
El libro también muestra conflicto. Ella cuenta una noche de puertas cerradas, malentendidos y heridas (5:2–8). Amor real, no cuento de hadas. Se buscan en las calles, hay torpeza y hay reconciliación. Y entonces, la declaración que sostiene matrimonios en tormenta: “Fuerte como la muerte es el amor… muchas aguas no podrán apagarlo” (8:6–7). El Cantar no romantiza la pasión; la enmarca en una promesa que la sobrevive.
“¿Y dónde está Dios?” preguntan algunos. Está en todo el texto, como autor y testigo de un amor que Él mismo soñó. El Cantar no sustituye Efesios 5; lo encarna. El misterio Cristo–Iglesia no borra la pareja; la dignifica. Y, sí, hay una lectura alegórica antigua que ve a Cristo y Su pueblo. Bien. Pero reducir el libro solo a alegoría es quitarle el cuerpo a un texto que Dios quiso encarnado. No tenemos que escoger: el matrimonio puede ser, a la vez, señal y celebración.
Lo que casi nadie dice con claridad:
— El deseo femenino es bíblico y santo. Ella habla más que él. Inicia, busca, imagina. Cantar denuncia el silencio que la religión impuso a tantas mujeres y legitima su voz en la intimidad.
— Las palabras importan. En el Cantar, el elogio es arte. La admiración detallada construye seguridad. La vergüenza destruye deseo; la bendición lo hace florecer.
— El tiempo es teología. “Hasta que quiera” no es frialdad sino cultivo. Noviazgos que aprenden a esperar aprenden también a escuchar.
— La belleza es más que estética: es ética. No hay comparación cruel, no hay burla del cuerpo, no hay pornografía de consumo; hay contemplación de una persona entera.
— El matrimonio necesita poesía, no solo logística. Facturas pagadas y agenda compartida no reemplazan miradas y palabras encendidas. El Cantar nos recuerda que la intimidad se riega con detalle y se poda con perdón.
¿Cómo se vive esto hoy?
Para esposos: vuelvan al jardín. Apaguen pantallas. Hablen sin prisa. Elogien con verdad. Rían. Pidan perdón con nombre y apellido. Lleven flores, pero sobre todo lleven palabras. Luchen contra la rutina no con “sorpresas caras”, sino con presencia atenta. Lean en voz alta pasajes del Cantar y pregúntense: ¿qué metáfora describe nuestra temporada? ¿Qué cerca hay que reconstruir? ¿Qué zorro (resentimiento, apatía, celular) está arruinando la viña?
Para novios: respeten el fuego. Si se aman, podrán esperar. Si no pueden esperar, escuchen lo que ese desorden dice de su madurez. El Cantar no los reprime; los prepara.
Para solteros y viudos: este libro no los excluye. Les recuerda que su valor no depende de estar en pareja y que el amor humano, hermoso como es, no es Dios. Su hambre más profunda tiene otro Nombre. “Atráeme; en pos de ti correremos” (1:4). Hay una intimidad con Cristo que no compite con el matrimonio: lo ordena.
Para iglesias: necesitamos hablar de sexualidad sin morbo y sin miedo, formar conciencias, sanar culpas, denunciar abusos, honrar el consentimiento y acompañar procesos. El Cantar es un llamado pastoral a discipular también el deseo.
Y si preguntas qué hace a este amor “invencible”, no es la intensidad del sentimiento, sino el tipo de pacto. La pasión sin promesa es chispa en hojarasca. La promesa sin pasión es leña húmeda. El Cantar junta leña seca, chispa limpia y un Hogar presente. Por eso termina con un clamor que todavía oramos: “Apresúrate, amado mío” (8:14). En última instancia, toda boda humana queda pequeña ante la gran boda que esperamos.
Momento para el corazón.
Tal vez venías buscando una “explicación” y te encontraste con un espejo. ¿Cómo están tus palabras? ¿Cómo están tus tiempos? ¿Dónde se te coló la vergüenza, el miedo o la prisa? Dios no te acusa; te invita a ordenar el jardín. A veces amar será poema; otras, será pala y sudor. Pero si el amor de Cristo es tu fuego, “muchas aguas” de rutina, dolor o cansancio no lo apagarán.
Oración.
Señor, que tu amor sea la llama de nuestro hogar. Cura culpas antiguas, ordena nuestro deseo, limpia nuestras palabras. Enséñanos a esperar a tu ritmo y a celebrar sin vergüenza lo que tú declaraste bueno. Guarda nuestro pacto, reprende los “zorros” que arruinan la viña, y haznos artesanos de ternura. Yo soy de mi Amado, y mi Amado es mío. Amén.




