A veces uno llega a la iglesia cargando tanto que apenas puede respirar. No siempre se nota… pero hay personas que cargan un dolor tan grande que se les ve en los ojos, en la ropa, en el alma. Así llegó Alfredo. Y todavía hoy, cada vez que cuento su historia, siento un pequeño nudo en la garganta porque —siendo honestos— Alfredo podría haber sido cualquiera de nosotros.
Él entró a aquella iglesia sin fuerzas, sin dinero, sin rumbo. Llevaba meses hundido en una depresión tan fuerte que le costaba hasta levantarse de la cama. Venía de pérdidas familiares que le quebraron el corazón, y los problemas psicológicos lo tenían navegando sin luz. Se veía cansado, descuidado, como alguien que simplemente está sobreviviendo. Y aun así, cada domingo hacía el esfuerzo de llegar, sentarse y levantar sus manos como podía.
Y algo hermoso pasaba: cuando comenzaba la alabanza, Alfredo cambiaba. Era como si el alma quebrada que llevaba dentro se encendiera tantito. Cantaba fuerte. A veces gritaba “¡Amén!” con emoción. “¡Gloria a Dios!” desde adentro, casi como un suspiro de auxilio. No era ruido… era alguien tratando de agarrarse a Dios para no caerse por completo.
Pero, bueno, ya sabes cómo es la gente cuando confunde comodidad con santidad. En la sección donde Alfredo se sentaba había un grupito que se creía “gente de nivel”. Personas que medían más la apariencia que el corazón. Le sacaban la vuelta. Les incomodaba su ropa, su olor, su voz fuerte. Les molestaba que él llorara, que levantara las manos, que no encajara en su molde elegante. Y la incomodidad creció tanto que llegó hasta donde nunca debió llegar: al oído del pastor.
Después de varias semanas, una mañana que debería haber sido como cualquier otra, el pastor llamó a Alfredo. No fue un abrazo. No fue una pregunta. No fue un “¿cómo estás?”. Fue una expulsión disfrazada de preocupación por “la iglesia”. Le dijo que mejor ya no fuera, que “ciertas personas” estaban incómodas, que “su manera de expresarse” no era apropiada, que la iglesia “tenía un nivel” y él podía “perjudicar la obra”. Alfredo escuchó todo sin entender. Lo echaron. Así de simple. Lo cerraron como si fuera un problema, no una persona.
Y sí, Alfredo se fue triste. Muy triste. Yo diría que se le rompió algo más ese día. Porque por fin había encontrado un lugar donde sentía un poquito de luz, y de repente se la apagaron. Pero como Dios nunca deja a los que están rotos, Alfredo terminó encontrando otra iglesia. Una más humilde, menos bonita tal vez, pero donde lo abrazaron sin preguntar, sin medir, sin juzgar. Ahí lo escucharon, ahí se sentó sin que lo movieran de lugar, ahí lloró sin que nadie le pidiera silencio. Y poco a poco Dios empezó a levantarlo.
Y aquí es donde empieza la parte que a mí me hace temblar: nadie queda invisible para Dios. Nadie. Ni el que huele mal, ni el que está deprimido, ni el que llora demasiado fuerte, ni el que no se viste “como la gente de iglesia”. Dios ve. Dios escucha. Dios defiende.
Mientras Alfredo sanaba, la otra iglesia —la que lo echó— comenzó a vaciarse. No por escándalos grandes. No por ataques. Simplemente… se fue apagando. La presencia de Dios se siente, pero también se siente cuando se apaga. Y así, domingo tras domingo, la iglesia que parecía tan ordenada, tan elegante y “de nivel”… terminó cerrando.
Años después, ese mismo pastor buscó dónde congregarse. Y como suele pasar, terminó llegando a una iglesia donde él no conocía a nadie. Entró, se sentó y escuchó. Hasta ahí iba todo normal. Pero cuando llegó el momento de la predicación, el pastor invitado subió al púlpito… y ahí, justo frente a sus ojos, estaba Alfredo.
Alfredo. El mismo hombre deprimido, descuidado, roto, rechazado. El mismo que él había echado. Pero ahora no era el mismo. Subió con la mirada firme, el corazón restaurado y la Biblia en la mano. Vestido con dignidad. Sanado. Transformado. No estaba sentado entre el público. Estaba predicando la Palabra con autoridad y mansedumbre.
Dicen que al pastor se le borró el color de la cara. Porque en ese momento entendió que había echado de su iglesia a alguien que Dios quería levantar. Que había rechazado al hombre que Dios estaba formando. Que había preferido la comodidad de unos pocos antes que el corazón de uno que adoraba con sinceridad.
Y aunque Alfredo nunca supo el daño que le causaron, tampoco supo la lección que Dios le dio a quien lo menospreció. Porque así es Dios: justo, pero también misericordioso. Ve lo que hacemos, pero también mira el corazón con el que lo hacemos.
A veces la gente corre a otros por apariencia, pero Dios los levanta por propósito. A veces te cierran puertas, pero Dios abre plataformas. A veces te quitan un asiento, pero Dios te da un púlpito. A veces te menosprecian, pero Dios te honra.
Y la verdad… yo creo que todos, en algún momento, hemos sido un poco como Alfredo o un poco como el pastor. Y esta historia existe para recordarnos que no hay lugar para la arrogancia en la Casa de Dios. Que Cristo se sentaba con los enfermos, con los rechazados, con los que nadie quería tocar. Que la obra más grande que Él hace siempre empieza donde los ojos humanos ya no ven nada.
Alfredo no era un estorbo. Era un milagro en proceso. Solo que no todos lo vieron.
Y tal vez —solo tal vez— también tú eres un milagro en proceso que alguien no supo valorar.
Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión… No tengamos miedo de acercarnos a Dios tal como somos. Él no exige apariencias, Él mira el corazón. Y si alguna vez te rechazaron, te hicieron a un lado o te trataron como si no fueras digno, recuerda esto: Dios nunca se equivoca en a quién levanta. A veces la gente cierra puertas porque no entiende el proceso que Dios está haciendo contigo. Pero Dios nunca deja inconclusa la obra que empezó en ti. Si Él te llamó, Él te sostendrá. Y si Él te sostiene, nadie podrá detener lo que viene para tu vida.
Te invito a unirte conmigo en esta oración… Señor Jesús, mira nuestra vida y nuestro corazón. Quita de nosotros toda soberbia y todo juicio. Enséñanos a amar a quienes llegan heridos, cansados o rotos. Y si somos nosotros los rotos, abrázanos y restaura cada parte. Ayúdanos a ver a los demás como Tú los ves. Sana lo que otros lastimaron. Y levántanos para tu gloria, no para la nuestra. Que nunca olvidemos que en tu Reino los últimos serán primeros, y los rechazados serán honrados. Amén.
En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.




