La noche era fría y silenciosa, de esas en las que el viento parece llevar mensajes antiguos. Yo estaba leyendo cuando oí los golpes en la puerta. Tres toques rápidos, urgentes, con miedo. Al abrir, vi a dos niños empapados, temblando, con la mirada perdida. Uno de ellos apenas podía hablar.
—Nos quieren matar —dijo entre sollozos—. Por favor, ayúdenos.
No pregunté nada. Los hice entrar y cerré la puerta. Pude ver la desesperación en sus ojos, el mismo tipo de miedo que no necesita explicarse. Los escondí en el sótano, detrás de unas cajas viejas. Apenas tuve tiempo de cubrirlos con una manta cuando se escuchó un motor afuera. Luego, pasos.
—¡Abra la puerta! —gritó una voz fuerte.
Mi corazón latía tan fuerte que podía oírlo. Caminé hacia la entrada con las piernas temblando. Sabía que esos hombres no venían a conversar. Abrí con cautela, apenas una rendija. Tres hombres con rostros endurecidos me miraron fijamente.
—Buscamos a dos niños —dijo uno con tono amenazante—. Los vimos correr hacia aquí. ¿Están dentro?
En ese instante el tiempo se detuvo. Podía sentir el peso de sus miradas, el frío del cañón del arma en el aire, el sonido lejano del viento chocando contra la puerta. Mi mente gritaba: No mientas, di la verdad. Pero mi corazón decía: Si dices la verdad, ellos morirán.
Tragué saliva.
—No —respondí con calma—. No he visto a nadie.
Hubo silencio. El hombre me observó unos segundos, desconfiado.
—Si nos mientes, te va a ir peor que a ellos —dijo con voz helada.
No respondí. Después de unos segundos eternos, bajó el arma. Se dieron media vuelta y se fueron. Los vi alejarse por la ventana hasta que el ruido del motor se perdió en la distancia.
Cerré la puerta y me derrumbé en una silla. Mis manos temblaban. Sabía que había mentido… pero también sabía que esa mentira había salvado dos vidas. Esa noche me arrodillé y oré con lágrimas:
—Señor, perdóname si te fallé. No quise desobedecerte, pero no podía entregarlos. No podía ver morir a esos niños. Tú sabes mi corazón.
Y fue como si en medio de mi oración, una voz suave me dijera dentro: Hiciste lo correcto.
Pasaron las horas, y al amanecer, llevé a los niños a un refugio donde estarían a salvo. Antes de subir al auto, el mayor me abrazó con fuerza y me dijo algo que nunca olvidaré:
—Gracias por mentir… si no lo hubieras hecho, estaríamos muertos.
Sus palabras me atravesaron el alma. Durante mucho tiempo me había enseñado que toda mentira era pecado, sin excepción. Pero esa noche entendí que no todas las mentiras nacen del mal. Algunas nacen del amor, de la compasión y del deseo de proteger la vida.
Recordé lo que dice la Biblia en Éxodo 1:17:
“Pero las parteras temieron a Dios, y no hicieron como les mandó el rey de Egipto, sino que preservaron la vida de los niños.”
Y más adelante:
“Y Dios hizo bien a las parteras.” (Éxodo 1:20)
Ellas también mintieron. El faraón les había ordenado matar a los niños hebreos, pero ellas los salvaron. Cuando las llamaron a rendir cuentas, dijeron: “Las mujeres hebreas dan a luz antes de que lleguemos.” Era mentira… y aun así Dios las bendijo. ¿Por qué? Porque no mintieron por maldad, sino por temor a Dios y amor a la vida.
Esa historia me ayudó a entender algo muy profundo: Dios no mide solo nuestras acciones, sino las intenciones que las motivan. Él no aprueba la mentira como práctica, pero ve el corazón detrás del acto. Si una mentira nace del egoísmo, del miedo o de la manipulación, es pecado. Pero si nace del amor, de la misericordia o de la protección de una vida inocente, Dios ve más allá de las palabras.
Jesús dijo en Juan 7:24:
“No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio.”
Eso significa que no todo lo que parece malo a simple vista lo es a los ojos de Dios.
Y fue así como entendí que decir la verdad no siempre significa hacer lo correcto, si con esa “verdad” se causa destrucción o injusticia. Por ejemplo, decir la verdad a esos criminales hubiera significado entregar a dos niños a la muerte. ¿Sería eso obedecer a Dios? No. Porque el corazón de Dios es vida, es amor, es misericordia.
El apóstol Pablo lo resume en una sola frase:
“El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.” (Romanos 13:10)
Eso no significa que mentir esté bien. Significa que el amor es el principio más alto de toda verdad. Una mentira dicha con amor no se convierte en virtud, pero sí puede ser comprendida y cubierta por la gracia de Dios. Él no busca perfección en nuestras palabras, sino pureza en nuestras intenciones.
Con el tiempo, esa experiencia me cambió. Empecé a entender que la vida cristiana no se trata de seguir reglas frías, sino de conocer el corazón del Padre. Él no quiere hijos que repitan “verdades” sin compasión, sino hijos que actúen conforme a Su naturaleza: justa, pero también misericordiosa.
Hoy, cuando escucho a alguien decir que mentir es siempre pecado sin excepción, pienso en esos niños. Pienso en las parteras, en Rahab, en tantos hombres y mujeres que, en momentos límite, eligieron hacer el bien antes que parecer correctos. Y me convenzo de algo: Dios no se impresiona por palabras, se conmueve por actos de amor.
La verdad de Dios no se opone al amor; el amor es la forma más pura de verdad. Y a veces, en un mundo tan torcido, el amor nos lleva a actuar más allá de los conceptos humanos de “bien” o “mal”. Porque lo que realmente agrada a Dios no es que nunca nos equivoquemos, sino que busquemos hacer lo correcto según Su corazón.
Antes de terminar, quiero dejarte esta reflexión…
No todas las mentiras son iguales. Las que nacen del miedo o del egoísmo hieren el alma. Pero las que nacen del amor, cuando el único propósito es proteger la vida y honrar a Dios, no condenan el corazón. Dios no bendice la falsedad, pero sí bendice la intención justa, el deseo de hacer el bien aunque el camino no sea perfecto. Al final, no se trata de justificar la mentira, sino de entender que la verdad más grande no es la palabra, sino el amor.
Te invito a unirte conmigo en esta oración…
Señor, gracias por mirar mi corazón incluso cuando mis acciones no son perfectas. Enséñame a amar la verdad, pero también a vivir con misericordia. Si algún día debo elegir entre ser correcto o salvar una vida, que Tu Espíritu me guíe. Que mis decisiones siempre nazcan del amor y no del miedo. En el nombre de Jesús, amén.
En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.




