martes, noviembre 25, 2025

De Adicto a Hijo de Dios.



Esta es una historia de la vida real. Una historia que ha pasado de verdad y que hoy la contamos porque puede cambiar corazones, inspirar, levantar y demostrar que sí hay salida, sí hay esperanza, y sí hay un futuro cuando Jesús entra en escena.

A Jacobo nadie le dio un buen comienzo.
Nació en una casita de lámina donde el viento entraba con más autoridad que la alegría. Su mamá hacía milagros con dos tortillas y un huevito; su papá… bueno, su papá había desaparecido antes de que él cumpliera cinco años. La pobreza no era una etapa; era el paisaje de todos los días. Y aunque creció siendo un niño noble, la falta de oportunidades le fue cerrando ventanas… y abriéndole otras que nunca debieron abrirse.

Jacobo dejó la escuela antes de finalizar la secundaria porque no tenía ni para los camiones. Se empezó a juntar con chavos grandes, esos que hablaban fuerte, que parecían valientes, que siempre traían dinero aunque no trabajaban. Ellos lo hicieron sentir “parte de algo”, aunque ese “algo” lo estaba empujando hacia un abismo silencioso.

Primero fue la marihuana.
Después la cocaína.
Luego la heroína.
Y en algún momento, el fentanilo entró a su vida como una sombra que le quitaba hasta la voluntad de respirar.

Cuando lo pienso, hasta me cuesta imaginar cómo un chavo tan noble terminó escondiendo jeringas en una caja de galletas, o robando cosas pequeñas para venderlas y comprar el siguiente pase. Pero así es el pecado: nunca empieza gritándote, empieza susurrando… y cuando te das cuenta, ya te amarró.

A los veintinueve años, Jacobo no tenía nada.
Nada.
Sin trabajo, sin familia cerca, sin fuerzas, sin ganas, sin futuro.
Su cuerpo ya parecía una pelea perdida. Sus manos temblaban. Su mente estaba quebrada. Y su corazón… ni él mismo sabía dónde lo había dejado.

Una madrugada fría, acostado en una banqueta, sintió que no podía más. Se puso a llorar como niño. No había nadie, ni siquiera un amigo falso. Solo él, el silencio y Dios… aunque Jacobo ni sabía si Dios escuchaba gente como él.

Pero hizo algo que cambió toda su historia.
Entre lágrimas… dijo:

—Jesús… si existes… si de verdad existes… sácame de aquí. Sácame de este infierno. Yo ya no puedo. Ayúdame.

No fue una oración elegante. No tenía versículos. No usó palabras correctas.
Era un grito del alma.
Y esos, Dios nunca los ignora.

Al otro día, casi sin entender por qué, caminó hacia un centro donde ayudaban a personas con adicciones. Lo recibieron sin juzgarlo. Lo bañaron. Le dieron comida caliente. Oraron por él. Le hablaron de un Jesús que no huye de los rotos… sino que se acerca, se sienta y los levanta con sus propias manos.

Esa fue la primera noche en años que Jacobo durmió sin drogarse.
No fue magia.
No fue de golpe.
Fue día por día.
Lucha por lucha.
Tentación por tentación.
Pero cada vez que sentía que iba a recaer, decía el mismo susurro:
“Jesús, quédate conmigo.”

Y Jesús se quedaba.

Pasó un año entero limpio.
Después fue a la escuela nocturna para terminar la secundaria. A los treinta y dos, terminó la prepa en un salón donde la mayoría tenía diez años menos que él. No le daba pena; él sabía de dónde venía, y sabía que Cristo estaba reconstruyendo lo que el enemigo había intentado destruir.

Luego vino el trabajo. No fue fácil.
Nadie quería contratar a alguien con su pasado.
Pero un día un señor de buen corazón le dio oportunidad para hacer instalaciones pequeñas de aire acondicionado. Jacobo se levantaba a las cinco, trabajaba con ganas, aprendía. Un año después ya sabía más que varios técnicos. Tres años después… abrió su propia compañía.

Las cosas se acomodaron.
Dios le devolvió algo que no sabía que había perdido: dignidad.

Y un día, en la iglesia, conoció a Abigail.
Ella tenía una sonrisa que parecía luz.
Él tenía una historia que parecía imposible.
Pero Dios hace combinaciones perfectas con vidas que parecen rotas.

Se casaron.
Tuvieron hijos.
Hoy viven en una casa normalita, con risas de niños, con pleitos de pareja, con cuentas por pagar, con días buenos y otros no tan buenos… pero Cristo está ahí, en cada amanecer.

Jacobo lo dice sin vergüenza:

“Cristo no me cambió en un día, pero sí me cambió todos mis días.”

Y ese es el mensaje para cada joven, cada hombre, cada mujer que siente que ya no tiene salida.

Hay solución.
Hay esperanza.
Hay un Dios que no te pide llegar limpio, solo te pide llegar.
Hay un Jesús que no te exige perfección, solo tu corazón.
Hay un futuro —aunque ahora lo veas negro— que Cristo puede reconstruir desde cero.

No importa si estás en drogas.
No importa si ya robaste.
No importa si te sientes perdido.
No importa si crees que arruinaste todo.
De verdad… no importa.

El mismo Cristo que levantó a Jacobo puede levantarte a ti.
Porque Él no es un mito.
No es un cuento.
No es una idea bonita.
Es un Salvador real que toma ruinas y las convierte en vida.

Antes de cerrar, quiero decirte algo que siento fuerte en el corazón… si hoy estás batallando con adicciones, pecado, vergüenza, o un pasado que te persigue, lee esto despacito:

Dios no está cansado de ti.
No te ha descartado.
No te ha soltado.
No te ha olvidado.
Y no te va a dejar en el suelo.

Jesús sigue salvando vidas.
Y la próxima podría ser la tuya.

Quisiera cerrar este mensaje con una breve reflexión… a veces la gente piensa que Dios solo rescata a los que ya parecen buenos, a los que vienen limpios y peinados, pero la verdad es que la Biblia está llena de historias de gente rota a la que Dios transformó. Jacobo es un recordatorio de que el Señor no trabaja con currículums, trabaja con corazones dispuestos. Y si Él pudo con él, también puede contigo. No te rindas. No te sueltes. No te alejes. Cristo sigue siendo suficiente.

Te invito a unirte conmigo en esta oración… Jesús, aquí estoy. Tú conoces mis luchas, mi pasado, mis caídas y mis heridas. Ya no quiero vivir así. Entra en mi vida, límpiame, restáurame y dame fuerzas para levantarme cada día. Llévame de tu mano y muéstrame que contigo sí hay salida. Te entrego todo, aun lo que me da vergüenza. Haz en mí lo que hiciste en tantas vidas antes. Amén.

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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