martes, noviembre 25, 2025

Cuando el egoísmo empieza a romper lo que amamos.



A veces uno cree que el egoísmo es algo que solo se ve en otras personas. Es fácil señalarlo cuando lo notamos en alguien que siempre quiere tener la razón, o en alguien que nunca cede, o en quien solo piensa en su comodidad. Pero lo complicado, lo verdaderamente difícil, es reconocerlo cuando empieza a brotar dentro de nosotros mismos. Y te hablo con honestidad… porque yo también he estado ahí.

He tenido momentos en los que, sin darme cuenta, comencé a vivir esperando que los demás se adaptaran a mis tiempos, a mis cansancios, a mis emociones. Y mientras más justificaba mis actitudes, más ciego me volvía. Lo triste es que el egoísmo no llega gritando. Llega suavecito, disfrazado de “derecho”, de “me lo merezco”, de “yo también necesito”. Y sí, todos necesitamos, pero cuando esa necesidad se vuelve el centro del mundo, cuando solo vemos nuestra parte y no la de los demás, algo dentro del alma empieza a endurecerse.

Y tarde o temprano, ese endurecimiento tiene consecuencias. A veces se siente en el matrimonio, donde uno exige más de lo que da. A veces en la familia, donde esperamos que todos nos entiendan pero nosotros no entendemos a nadie. O en la iglesia, donde queremos que Dios nos bendiga pero no bendecimos a nadie. El egoísmo siempre cobra factura.

Me acuerdo de una plática con un amigo que estaba pasando un momento difícil con su esposa. No era una crisis gigante ni una infidelidad… era algo más sutil. Él me decía: “No sé qué pasa, siento que ya no conectamos”. Y mientras lo escuchaba, noté que varias de sus frases empezaban con “yo”: “yo quiero”, “yo necesito”, “yo espero”, “yo siento”. Le pregunté suavemente si en los últimos meses había pensado en lo que ella quería, necesitaba, esperaba o sentía. Se quedó en silencio. Y ese silencio lo dijo todo. Sin darse cuenta, había dejado de mirar hacia afuera.

A veces el egoísmo no destruye de golpe. Va desgastando como el agua que cae constantemente en una piedra. No se nota al principio… pero con los meses, los años, deja marca.

Jesús habló muchas veces sobre esto, no con palabras complicadas, sino con un estilo tan directo que incomoda al corazón. Una de esas frases que a mí siempre me ha sacudido es cuando dijo: “Nadie tiene mayor amor que este: que uno ponga su vida por sus amigos.” (Juan 15:13). Y sí, a veces escuchamos esto y pensamos en algo heroico, dramático… como si Jesús hablara de morir físicamente. Pero muchas veces “poner la vida” es algo más cotidiano: poner mis planes, mis gustos, mis derechos, mis prisas… por amor a alguien más.

Poner la vida es escuchar cuando estoy cansado. Es pedir perdón cuando preferiría justificarme. Es entender que la relación vale más que el orgullo. Es reconocer que no todo tiene que hacerse “como yo digo”, porque el amor no funciona así.

El egoísmo, en cambio, siempre habla en singular. Yo, mío, para mí. Y cuando una persona solo usa esas tres palabras, poco a poco empieza a vivir un cristianismo incompleto. Porque no se puede seguir a un Salvador que se negó a sí mismo mientras yo me aferro a mí mismo. No combina. No cuadra. No funciona.

La Biblia es clara cuando dice: “Nada hagáis por egoísmo o vanagloria; al contrario, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos.” (Filipenses 2:3). Y créeme… esta es una de las instrucciones más difíciles para el corazón humano. ¿Cómo voy a considerar al otro como superior si yo también tengo necesidades? ¿Cómo voy a ceder si yo también sufro? ¿Cómo voy a amar si a veces siento que nadie me ama como yo quiero?

Y ahí es donde entra la parte más profunda: el egoísmo se combate no solo cambiando actitudes, sino cambiando la perspectiva. Cuando me doy cuenta de que todo lo que tengo —la familia, los hijos, la pareja, los amigos, la vida misma— no es un derecho, sino un regalo… entonces el corazón se suaviza. Empiezo a tratar a los demás como tesoros y no como estorbos. Y cuando los veo como tesoros, mi actitud cambia sin que nadie me lo tenga que pedir.

Mira, yo he visto hogares caerse no por pecados grandes, sino por egoísmos pequeños. He visto matrimonios apagarse porque ambos empezaron a medir quién daba más. He visto hijos resentidos porque sus papás solo querían obediencia, pero no estaban dispuestos a escuchar. Y he visto cristianos agotados porque su vida espiritual se volvió una lista de “lo que quiero que Dios haga por mí”, en vez de “lo que yo quiero hacer para Él”.

El egoísmo es tan sutil que puede camuflarse hasta en nuestras oraciones. A veces oramos solo para pedir, pedir y pedir… y se nos olvida agradecer, escuchar, servir. Se nos olvida que Jesús dijo: “El que quiera ser el primero, será el servidor de todos.” (Marcos 9:35). Y ser servidor no es humillación; es carácter. Es madurez. Es amor en acción.

Pero aquí viene lo más hermoso: cuando dejamos el egoísmo, la vida cambia. No solo cambiamos nosotros… también cambia el ambiente que nos rodea. El hogar se vuelve menos tenso. Las relaciones se vuelven más suaves. El corazón se vuelve más ligero. Y al final, lo que recibimos es mucho más grande de lo que dimos.

Yo he visto matrimonios resucitar cuando uno de los dos decidió amar sin medir. He visto padres reencontrarse con sus hijos cuando dejaron de exigir tanto y comenzaron a comprender más. He visto personas sanar cuando dejaron de poner sus ojos en sí mismas y empezaron a mirar las necesidades de los demás. Porque algo pasa cuando dejamos de poner el yo en el centro… Dios toma ese espacio.

Y cuando Dios ocupa ese lugar, todo se acomoda. No perfecto, pero sí real. No sin luchas, pero con propósito. No sin lágrimas, pero con esperanza.

Si hoy sientes que el egoísmo ha tomado un rincón de tu vida, no te culpes. Todos hemos pasado por ahí. Lo importante no es negarlo, sino reconocerlo. Y una vez reconocido, pedirle al Señor que nos enseñe a amar como Él ama… sin medida, sin orgullo, sin barreras.

Antes de cerrar, quiero dejarte esta reflexión que llevo tiempo aprendiendo en carne propia: la vida es demasiado corta para vivir encerrados en nosotros mismos. Lo que damos es lo que queda. Lo que amamos es lo que construimos. Y lo que sacrificamos por los demás… eso es lo que realmente refleja a Cristo en nosotros.

Te invito a unirte conmigo en esta oración…

Señor Jesús, limpia mi corazón de todo egoísmo. Enséñame a amar más allá de mis fuerzas, a escuchar más allá de mis cansancios y a ver a los demás como Tú los ves. Ayúdame a ser alguien que construye, no que destruye. A ser alguien que da, no que exige. A ser alguien que refleja tu carácter y tu humildad. Toma mi vida y úsala para bendecir a otros. Amén.

En Somos Cristianos Conectamos Corazones con Cristo.

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