martes, noviembre 25, 2025

Cuando los gobernantes usan el nombre de Dios para obtener poder.

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A lo largo de la historia, ha habido un peligro silencioso que ha acompañado al ser humano: la tentación de usar el nombre de Dios para fines que nada tienen que ver con Él. Reyes, dictadores, imperios y hasta movimientos religiosos han intentado gobernar el corazón de las personas no desde la fe genuina, sino desde la manipulación. Y aunque las épocas cambian, el espíritu detrás de esa manipulación sigue siendo el mismo: el deseo de controlar.

Hoy vale la pena detenernos un momento y preguntarnos: ¿qué pasa cuando la religión se mezcla con el poder? ¿Por qué algunos usan el nombre de Dios para dominar, justificar guerras o imponer su ideología? Y, más importante aún, ¿cómo podemos evitar caer en esa trampa y mantener una fe pura, libre y centrada en Cristo?

El uso del nombre de Dios como herramienta de poder.

La historia humana está llena de ejemplos donde el poder político o militar se vistió con ropajes religiosos. Desde los faraones de Egipto que decían ser dioses, hasta los emperadores romanos que exigían adoración como “señores y salvadores”, la mezcla entre lo divino y lo terrenal ha sido constante.

Cuando la fe se convierte en instrumento del poder, deja de ser un camino hacia Dios para convertirse en una herramienta para dominar. Ya no se busca la conversión del corazón, sino la obediencia ciega. Y esa es precisamente la diferencia entre el Reino de Dios y los reinos de los hombres.

Jesús lo dejó muy claro cuando dijo:

“Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36).

Mientras los hombres buscan imponerse por la fuerza, el Reino de Dios conquista por medio del amor, la verdad y la transformación del alma.

El problema no es la fe, sino el corazón del hombre.

Muchos culpan a la religión por los abusos del pasado. Sin embargo, el problema no es la fe, sino el corazón humano que la distorsiona. La Biblia dice:

“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9).

Desde el inicio, el ser humano ha querido tener el control incluso sobre las cosas sagradas. Caín quiso ofrecer su sacrificio a su manera. El pueblo de Israel pidió un rey “como las otras naciones” para sentirse poderoso. Y en los días de Jesús, los fariseos usaban la ley para oprimir en lugar de liberar.

El mismo espíritu de manipulación que existía en aquellos tiempos sigue presente hoy, solo que con nuevos disfraces. Puede manifestarse en líderes que usan a Dios como escudo político, en movimientos que dicen representar la fe pero persiguen intereses humanos, o incluso dentro de iglesias donde algunos buscan reconocimiento más que obediencia a Cristo.

Cuando la religión se convierte en propaganda.

Uno de los mayores peligros es cuando la religión deja de ser un vínculo entre Dios y el hombre, y se convierte en un instrumento de propaganda.
Algunos dictadores del siglo pasado citaron pasajes bíblicos para justificar guerras o ideologías. Otros colocaron símbolos religiosos en sus discursos o banderas para ganarse la confianza del pueblo.

El objetivo era claro: usar el respeto que la gente tiene por lo sagrado para obtener poder político. Pero Dios no puede ser usado como instrumento. Él mismo dijo:

“No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxodo 20:7).

Tomar Su nombre en vano no es solo decirlo con ligereza; es usarlo con propósitos egoístas o falsos. Es manipular la fe de los demás para obtener ventaja.

El poder terrenal siempre busca legitimidad espiritual.

Desde los tiempos antiguos, los gobernantes entendieron que el pueblo se somete con más facilidad cuando cree que su autoridad viene de Dios. Así surgieron frases como “por la gracia de Dios” o “divino derecho de los reyes”. Y aunque muchos gobernaron con justicia, otros usaron ese discurso para hacer lo contrario de lo que predicaban.

Pero Jesús nunca buscó ese tipo de poder. Cuando las multitudes querían hacerlo rey, Él se apartó. Cuando el diablo le ofreció “todos los reinos del mundo”, Él lo rechazó.

“Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás” (Mateo 4:10).

El verdadero liderazgo espiritual no busca dominar, sino servir. Por eso, cada vez que alguien intenta usar la fe como instrumento de control, está imitando más al enemigo que a Cristo.

El ejemplo de Jesús frente al poder.

Jesús no vino a tomar el trono de Roma ni a imponer un gobierno político. Vino a establecer un Reino invisible pero eterno.
Un Reino donde los primeros son los últimos, donde el mayor es el que sirve, y donde el poder se mide por la capacidad de amar.

Cuando Pilato lo interrogó, Jesús le respondió sin miedo pero sin orgullo. No negó su autoridad, pero tampoco se sometió a su manipulación.

“No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te fuera dada de arriba” (Juan 19:11).

Qué lección tan profunda: el poder humano es temporal, pero el poder de Dios es absoluto. Ningún trono, ejército o ideología puede sostenerse sin el permiso de Aquel que gobierna sobre todo.

El poder corrompe cuando se aleja de la verdad.

La historia bíblica nos muestra ejemplos de líderes que comenzaron con buenas intenciones pero fueron corrompidos por el poder. Saúl, el primer rey de Israel, fue elegido por Dios, pero terminó desobedeciéndolo. El rey Uzías fue prosperado hasta que se enalteció su corazón y quiso usurpar el lugar de los sacerdotes.

El poder sin humildad siempre termina alejando a las personas de Dios. Por eso, el apóstol Pablo escribió:

“Nadie tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura” (Romanos 12:3).

Cuando la religión se mezcla con la ambición, la fe se convierte en ideología. Y una fe ideologizada deja de buscar la verdad para buscar tener la razón.

Cristo no vino a imponer, sino a invitar.

Jesús nunca obligó a nadie a seguirlo. Su mensaje fue una invitación al cambio, no una imposición de poder.

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 16:24).

El “si alguno quiere” revela la libertad que caracteriza al Evangelio. Dios no necesita propaganda ni coerción; Él llama al corazón de cada persona y respeta su decisión. El poder humano impone, pero el poder del Espíritu convence.

Cuando la Iglesia se olvida de su misión.

En distintos momentos de la historia, la Iglesia también ha caído en la tentación de acercarse demasiado al poder político. En lugar de ser luz profética que denuncia la injusticia, a veces se ha convertido en cómplice silencioso.
Pero el papel de la Iglesia no es gobernar naciones, sino transformar vidas. No es dominar, sino servir. No es imponer leyes, sino predicar la verdad que cambia el corazón.

Jesús dijo:

“Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:13-14).

Cuando la Iglesia se olvida de eso, pierde su sabor. Se vuelve una institución respetada pero sin poder espiritual. Por eso, el avivamiento no nace en los palacios, sino en los corazones arrepentidos.

El cristiano y su papel frente al poder.

No todos los gobernantes son malos, ni todo poder es corrupto. La Biblia enseña que debemos orar por las autoridades (1 Timoteo 2:1-2) y obedecer las leyes mientras no contradigan la Palabra de Dios.
Pero también nos enseña a discernir cuando el poder busca ocupar el lugar de Dios.

El creyente maduro no se deja manipular por discursos religiosos vacíos. No confunde patriotismo con fe, ni ideología con Evangelio.
Cristo no vino a fundar un partido, sino a salvar al mundo.

Discernir los tiempos.

Vivimos en una época donde las voces religiosas y políticas se mezclan como nunca antes. Algunos invocan el nombre de Dios para justificar violencia, exclusión o venganza. Otros lo hacen para ganar votos o apoyo social.

Pero los verdaderos hijos de Dios deben discernir los tiempos. Jesús advirtió:

“Cuídense de los falsos profetas, que vienen a ustedes con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15).

No todo el que menciona a Dios tiene Su respaldo. La evidencia del Espíritu no se mide por las palabras, sino por los frutos.

Una fe que no puede ser manipulada.

La verdadera fe no puede ser controlada por el poder humano porque nace del Espíritu Santo.

“Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17).

Esa libertad no significa desobediencia, sino independencia de las estructuras corruptas del mundo.
El creyente que vive en la verdad no se deja arrastrar por ideologías, porque su lealtad no está en un sistema, sino en un Reino que no pasará jamás.

Reflexión final.

Dios no necesita dictadores, reyes o gobiernos para cumplir Su propósito.
Él puede usar a quien quiera, pero Su Reino no depende del poder humano.
Mientras los hombres construyen imperios que terminan en ruinas, Cristo sigue edificando una Iglesia que ni las puertas del infierno podrán destruir.

Por eso, cuando escuches a alguien usar el nombre de Dios para justificar odio, guerra o manipulación, recuerda las palabras de Jesús:

“Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16).

El fruto del Reino de Dios siempre será el amor, la justicia, la misericordia y la verdad.
Y si un movimiento, líder o ideología no produce esos frutos, no proviene de Dios, aunque pronuncie Su nombre mil veces.

Oración final.

Señor, líbranos de usar Tu nombre en vano.
Danos discernimiento para reconocer cuando el poder intenta disfrazarse de fe.
Haznos valientes para mantenernos firmes en Tu verdad, aunque sea impopular.
Y que nuestro corazón no busque dominar, sino servir, tal como Tú lo hiciste.
Amén.

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