En Somoscristianos.org conectamos corazones con Cristo.
Hay palabras que, aunque nacieron hace más de dos mil años, siguen resonando con fuerza en nuestros días. Una de ellas es “fariseo”. Cuando Jesús caminó entre los hombres, los fariseos eran conocidos como los guardianes de la ley, los hombres más religiosos y aparentemente más puros. Pero Jesús los confrontó con palabras duras, revelando que detrás de sus oraciones largas y su vestimenta impecable había corazones llenos de orgullo, hipocresía y falta de amor.
Hoy, los templos son distintos, los idiomas cambiaron y los trajes religiosos son reemplazados por ropa moderna… pero los fariseos no han desaparecido. Están entre nosotros, y a veces, sin darnos cuenta, uno de ellos puede vivir dentro de nosotros mismos.
Cuando la religión se convierte en apariencia.
Los fariseos eran expertos en la forma, pero no en el fondo. Conocían la Escritura al detalle, pero habían olvidado su espíritu. Jesús les dijo:
“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8).
Eso mismo sigue ocurriendo hoy. Hay personas que asisten fielmente a la iglesia, cantan, oran, y hasta publican versículos en redes sociales… pero su corazón está vacío de compasión, misericordia y humildad. Critican con facilidad a los demás, juzgan sin conocer y se creen los únicos que tienen la verdad.
El fariseo moderno no siempre lleva Biblia en la mano, pero sí en la lengua, usándola como espada para herir en lugar de sanar.
En todas las culturas y razas del mundo, esta actitud se repite. El fariseísmo no pertenece a una nación, sino al corazón humano. Puede manifestarse en un latino, un europeo, un africano o un asiático. No tiene color de piel ni idioma, porque su raíz es el orgullo disfrazado de espiritualidad.
El fariseo del siglo XXI.
Jesús decía que los fariseos “ataban cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponían sobre los hombros de los hombres” (Mateo 23:4). Eso describe perfectamente a muchos líderes, influencers religiosos o creyentes que imponen reglas humanas, pero no viven el amor que predican.
En la actualidad, el fariseo no necesariamente se sienta en la sinagoga. Puede estar en un púlpito, en una red social o en un grupo de oración. Puede ser un pastor, un miembro del coro o un simple creyente que usa su conocimiento bíblico para sentirse superior a otros.
Jesús también dijo:
“Todo lo que hacen es para ser vistos por los hombres” (Mateo 23:5).
Hoy, eso se ve en quien publica todo lo que hace para Dios, no por testimonio, sino por vanagloria. El que presume cuántas horas ora, cuántos ayunos hace o cuántas almas “ha ganado”. Pero su corazón no busca agradar a Dios, sino alimentar su ego espiritual.
El fariseo que habita en todos nosotros.
Lo más peligroso no es señalar a los fariseos, sino no reconocer cuando uno se convierte en uno de ellos.
El fariseo moderno no siempre grita su orgullo, a veces lo disfraza de buenas intenciones.
Puede ser el que piensa: “Yo sí leo la Biblia todos los días, no como otros.”
O el que murmura: “Yo no cometería ese error, yo sí tengo fe.”
O incluso el que dice: “Mi iglesia es la verdadera.”
Y en ese momento, el espíritu fariseo toma forma, porque Jesús nunca vino a fundar religiones, sino a reconciliar corazones.
El fariseo actual puede ser quien juzga la apariencia del prójimo: cómo viste, cómo canta, o qué pasado tiene. Puede estar en cualquier iglesia, denominación o país. Puede ser blanco, negro, asiático o latino. Porque el orgullo religioso no conoce fronteras.
Jesús los reprendía, pero también los amaba.
Algo que a veces olvidamos es que Jesús no reprendía por odio, sino por amor.
Cada palabra dura que pronunció contra los fariseos buscaba abrirles los ojos.
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia” (Mateo 23:25).
Jesús no los odiaba, los confrontaba. Quería que comprendieran que Dios mira el corazón, no las apariencias.
Y eso mismo nos dice hoy. Nos invita a dejar de aparentar espiritualidad y comenzar a vivir una relación real con Él.
El peligro de tener fe sin amor.
El apóstol Pablo lo explicó claramente:
“Si no tengo amor, nada soy” (1 Corintios 13:2).
El fariseo actual puede conocer toda la doctrina, defender su fe con argumentos teológicos, y aun así estar vacío del amor que mueve el corazón de Dios.
Un verdadero discípulo no se distingue por lo que sabe, sino por cómo ama.
Jesús no dijo: “En esto conocerán que son mis discípulos, si predican mucho o si oran fuerte”, sino:
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
El fariseo digital.
Hoy, el templo se trasladó también al mundo digital.
Y tristemente, el espíritu fariseo también.
Está en los comentarios que condenan, en las publicaciones que humillan, en los mensajes donde se juzga a otros cristianos por pensar distinto.
Hay quienes usan las redes para “defender la verdad”, pero lo hacen con odio, sarcasmo o desprecio.
Eso no es celo santo, es orgullo disfrazado de justicia.
Jesús nunca llamó a destruir al pecador, sino a amarlo y restaurarlo.
El fariseo moderno, sin embargo, prefiere “tener la razón” antes que ganar un alma.
Fariseos en todas las culturas.
En África, puede verse en quienes desprecian a otros por no seguir ciertos ritos tradicionales.
En Asia, puede verse en quienes se sienten más puros por su estilo de vida disciplinado.
En Europa, en quienes piensan que la fe debe ser intelectual.
En América Latina, en los que creen que solo su iglesia o movimiento tiene la verdad.
Y en Estados Unidos, en los que mezclan fe con orgullo nacional o política.
El fariseísmo se disfraza de patriotismo, de tradición, de cultura o incluso de doctrina. Pero en el fondo, siempre es lo mismo: un corazón que se pone en el lugar de Dios y decide quién es digno y quién no.
Cuando Jesús se encuentra con el fariseo.
En Juan 3 vemos que un fariseo llamado Nicodemo se acercó a Jesús de noche. Tenía conocimiento, pero le faltaba revelación. Jesús le dijo:
“De cierto te digo que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).
Esa es la clave para dejar de ser fariseos: nacer de nuevo.
No se trata de cambiar la ropa o la iglesia, sino el corazón.
Un fariseo puede transformarse en un discípulo si se deja alcanzar por la gracia.
Nicodemo entendió, y más adelante defendió a Jesús ante el Sanedrín.
Eso nos recuerda que nadie está tan perdido como para no ser alcanzado por el amor de Cristo.
Cómo reconocer a un fariseo hoy.
Hay señales claras que nos ayudan a detectarlo, tanto en otros como en nosotros mismos:
- Habla más de reglas que de amor.
- Critica más de lo que ora.
- Le importa más tener razón que tener paz.
- Se enfoca en lo que los demás hacen mal, no en lo que él debe corregir.
- Busca reconocimiento, no servicio.
- Disfruta que lo llamen “espiritual”, pero no se arrodilla en lo secreto.
- Habla mucho de santidad, pero carece de misericordia.
Jesús, en cambio, nos enseñó que los verdaderos bienaventurados son los humildes, los que lloran, los que tienen hambre de justicia, los misericordiosos y los pacificadores (Mateo 5:3-9).
Un llamado a examinarnos.
Antes de mirar a otros, miremos dentro.
¿No hemos actuado a veces como fariseos sin darnos cuenta?
Cuando juzgamos al hermano que cayó, cuando despreciamos al que no ora “como nosotros”, cuando creemos que Dios ama más a los que son como nosotros… ahí también hay un fariseo asomándose.
Jesús nos invita a hacer limpieza por dentro, a dejar que el Espíritu Santo lave nuestro corazón y nos devuelva la pureza de la fe sencilla.
El antídoto: humildad y compasión.
El antídoto del fariseísmo no es otra religión, sino la humildad.
La humildad reconoce que todos necesitamos gracia, que nadie es mejor que otro.
Y la compasión nos permite ver a los demás como Dios los ve: con amor.
“Porque misericordia quiero, y no sacrificio” (Oseas 6:6).
Esa fue la esencia del mensaje de Jesús.
No vino a buscar justos, sino pecadores.
No vino a levantar a los orgullosos, sino a los quebrantados.
Una fe que no juzga, sino abraza.
El mundo ya tiene suficiente juicio, crítica y división.
Lo que necesita son creyentes que vivan el amor de Cristo en cada palabra y acción.
Que abracen al diferente, que restauren al caído, que perdonen al ofensor.
Ser cristiano no es aparentar perfección, es reflejar a Jesús.
Y Jesús no fue fariseo; fue compasivo, firme en la verdad, pero siempre lleno de amor.
Reflexión final.
El fariseo moderno puede tener muchas caras. Puede ser el religioso que se siente superior, o el creyente que usa su conocimiento para aplastar a otros. Pero Jesús sigue repitiendo:
“El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:12).
No se trata de parecer santos, sino de ser verdaderos hijos.
No de defender doctrinas, sino de vivir el Evangelio.
No de condenar, sino de amar.
Que el Espíritu Santo nos libre de convertirnos en lo que Jesús más reprendía, y nos ayude a ser lo que Él más amaba: corazones humildes, llenos de verdad y misericordia.
Oración.
Señor Jesús, examina mi corazón.
Si hay en mí orgullo, hipocresía o juicio, arráncalo de raíz.
Enséñame a vivir tu verdad con humildad, a amar como Tú amas y a mirar a los demás con tus ojos.
Límpiame por dentro y hazme un reflejo vivo de tu gracia.
Amén.




