En Somoscristianos.org conectamos corazones con Cristo.
El mundo entero se mueve.
Millones de hombres, mujeres y niños cruzan fronteras buscando algo tan sencillo y tan profundo como la esperanza. Algunos huyen del hambre, otros de la guerra, otros de la desesperanza. Cada rostro lleva una historia. Cada paso sobre la tierra extranjera es una oración silenciosa que clama: “Dios, ayúdame a empezar de nuevo”.
Hoy existen más de 300 millones de migrantes en el planeta. Las razones varían: pobreza, persecución, violencia, sueños de libertad, oportunidades, o simplemente el deseo de sobrevivir. Pero detrás de todos esos motivos, hay una verdad espiritual que el cristiano no puede ignorar: Dios ama a las personas en movimiento.
Desde el principio de la historia, la humanidad ha sido peregrina. Abraham salió de su tierra guiado por la voz de Dios. José fue vendido y llevado a Egipto, donde se convirtió en instrumento de salvación. Rut dejó su país por amor y fidelidad. Y el mismo Jesús fue refugiado en Egipto cuando Herodes buscó matarlo. La Biblia no habla de la migración como un accidente, sino como parte del plan divino para mover la historia y los corazones.
“No oprimirás al extranjero, porque ustedes fueron extranjeros en la tierra de Egipto.” (Éxodo 23:9)
El valor sagrado del ser humano.
El primer fundamento cristiano es este: todo ser humano tiene dignidad porque fue creado a imagen y semejanza de Dios.
Ni la nacionalidad, ni el color, ni el idioma cambian ese valor eterno. Cuando un hombre o una mujer cruza una frontera, no deja de ser hijo o hija de Dios. Lleva Su imagen en el rostro, aunque el mundo no lo vea así.
Por eso, el cristiano no puede mirar al migrante con desprecio, miedo o indiferencia. La indiferencia es el silencio del alma que se ha olvidado de amar. Y la Biblia nos enseña lo contrario:
“Amarás al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.” (Deuteronomio 10:19)
No se trata solo de una orden moral, sino de una memoria espiritual. Dios le recordó a Israel que también ellos fueron forasteros, que también conocieron la humillación y el miedo.
Hoy, los seguidores de Cristo debemos recordar lo mismo: fuimos acogidos por gracia cuando éramos extranjeros del Reino de Dios.
Así que cuando vemos a alguien buscando refugio o una oportunidad, no debemos ver “a un invasor” o “a un problema social”, sino a una persona con el mismo anhelo de dignidad que nosotros.
Entre la compasión y la prudencia.
Sin embargo, la compasión no anula la prudencia.
Dios no es un Dios de desorden, sino de orden. Y la misma Escritura que manda amar al extranjero también reconoce la existencia de naciones, pueblos y límites.
“Él determinó los tiempos señalados y los límites de su habitación.” (Hechos 17:26)
Las fronteras no son enemigas del amor; son parte del orden que permite que los pueblos florezcan. Una casa necesita paredes para sostener su techo. Una nación necesita estructura para proteger a sus habitantes. No se puede amar al prójimo si el hogar está en ruinas.
El problema de nuestro tiempo es que muchos quieren elegir solo una de las dos verdades:
- Algunos predican la compasión sin orden, como si abrir sin límite fuera el único acto de amor.
- Otros predican el orden sin compasión, como si defender la frontera justificara endurecer el corazón.
Pero el evangelio nos llama a caminar en equilibrio: amar con justicia y gobernar con misericordia.
“La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron.” (Salmo 85:10)
El amor verdadero no destruye el orden, y la justicia verdadera no cierra los ojos al sufrimiento.
La hipocresía de la historia.
Cuando hablamos de migración, también debemos mirar con honestidad el pasado.
Los pueblos que hoy se cierran a los migrantes, alguna vez fueron migrantes ellos mismos. Europa colonizó el mundo sin pedir permiso; América fue formada por pueblos que llegaron de lejos; África y Asia fueron marcadas por siglos de comercio, esclavitud y conquista.
Por eso, el cristiano debe hablar con humildad. No somos jueces del dolor ajeno. Muchos de los conflictos actuales —guerras, pobreza, desigualdad— son consecuencia de decisiones humanas, de abusos del poder, de la codicia y el pecado acumulado a lo largo de los siglos.
El problema de la migración no se resuelve con muros, sino con corazones transformados por el amor de Cristo.
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mateo 5:7)
Una casa llamada humanidad.
Imagina tu hogar. No dejarías tu puerta abierta a cualquiera sin discernimiento, pero tampoco la cerrarías para siempre. Una casa sana sabe cuándo abrir y cuándo guardar silencio.
De igual manera, una nación tiene el deber de cuidar su integridad, pero también de extender la mano a quien huye del sufrimiento.
La hospitalidad cristiana no es un desorden sin control, sino un acto consciente de amor.
Abrir la puerta al necesitado cuando se puede, ofrecer comida al hambriento, consuelo al solitario y refugio al perseguido —eso es cumplir la ley de Cristo.
“No se olviden de practicar la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.” (Hebreos 13:2)
Pero también es sabio reconocer los límites: no se puede ayudar a todos si el propio pueblo está dividido, enfermo o empobrecido. Por eso, la Biblia nos enseña la virtud de la prudencia: ayudar lo más posible, sin destruir la casa donde habitamos.
La prudencia: la virtud que equilibra.
La prudencia es el arte de aplicar los principios eternos de Dios a las circunstancias presentes.
No es debilidad, es sabiduría.
Jesús dijo:
“Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas.” (Mateo 10:16)
Esto también se aplica a los pueblos y gobiernos.
Cada país debe orar, analizar y decidir cuántos puede recibir, cómo puede integrarlos, y de qué manera puede hacerlo con justicia y misericordia.
Porque si un país colapsa por falta de orden, ni los locales ni los migrantes tendrán hogar.
La prudencia no se opone al amor. Es su guardián.
Amar sin sabiduría puede causar tanto daño como no amar.
El llamado personal de la Iglesia.
Mientras los gobiernos debaten cifras, los cristianos estamos llamados a mirar rostros.
Porque detrás de cada número hay una madre que llora, un niño que sueña, un padre que busca alimentar a su familia.
La Iglesia no debe ser eco de los partidos políticos, sino voz del Reino de Dios.
Donde el mundo ve fronteras, la Iglesia debe ver puentes. Donde hay miedo, debe sembrar esperanza. Donde hay odio, debe predicar reconciliación.
“Tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber; fui forastero, y me recogiste.” (Mateo 25:35)
Esa es la voz de Jesús recordándonos que servir al migrante, al refugiado o al forastero, es servirle a Él.
La compasión no necesita pasaporte; el amor de Cristo no tiene nacionalidad.
Lo que Dios espera de nosotros hoy.
El cristiano de este siglo no puede cerrar los ojos ante la realidad global.
Dios nos llama a actuar con tres actitudes:
- Con compasión hacia el migrante.
No todos los que llegan lo hacen por elección; muchos lo hacen por necesidad. Debemos mirar con empatía, escuchar, ayudar y orar. - Con responsabilidad hacia nuestra comunidad.
Amar al extranjero no significa descuidar a los hijos, ni desproteger al país. La responsabilidad también es amor. - Con sabiduría espiritual.
No dejarnos llevar por ideologías ni por la manipulación política. Escuchar a Dios, no a los eslóganes del mundo.
El amor de Dios no es ingenuo. Es fuerte, realista y comprometido. Jesús no evitó la cruz, pero tampoco buscó la destrucción. Su amor salvó sin destruir el orden de Su Padre.
Una oración que cruza fronteras.
Hoy el cristiano está llamado a ser parte de la respuesta, no del problema.
Podemos abrir nuestras iglesias a familias necesitadas, donar alimentos, enseñar idiomas, apoyar ministerios de refugio y orar por los países en crisis.
No todos pueden abrir las puertas de su casa, pero todos podemos abrir el corazón.
“Aprendan a hacer el bien; busquen la justicia, socorran al oprimido, defiendan al huérfano y aboguen por la viuda.” (Isaías 1:17)
El evangelio nos enseña que las verdaderas fronteras no se trazan en los mapas, sino en el corazón.
Y que la fe no se mide por lo que decimos, sino por cómo tratamos al más pequeño, al desconocido, al que nadie quiere recibir.
Dios no mira pasaportes; mira corazones.
Él no pregunta de dónde vienes, sino hacia dónde caminas.
Y si caminas hacia Él, no importa qué frontera hayas cruzado, porque su Reino no tiene muros.
Reflexión final.
El mundo seguirá cambiando, las naciones seguirán debatiendo, los gobiernos seguirán discutiendo sobre cifras y leyes.
Pero los cristianos tenemos un llamado que trasciende cualquier frontera: amar como Cristo amó, actuar con prudencia, y mantener el corazón limpio ante Dios.
No se trata de elegir entre compasión o control.
Se trata de vivir ambas cosas con equilibrio, sabiendo que la hospitalidad es sagrada, pero también lo es la responsabilidad.
El día que la Iglesia entienda esto, volverá a ser luz en medio del ruido político, faro en medio del mar del miedo, y refugio para todo aquel que busca consuelo.
Porque el verdadero Reino no es de este mundo,
pero empieza en los corazones que deciden amar como su Rey.
Oración por el inmigrante.
Señor amado,
Tú que conoces los caminos del mundo y ves los pasos de cada corazón cansado,
te pedimos hoy por todos los hombres y mujeres que viajan buscando una tierra de paz.
Tú también fuiste extranjero en Egipto,
tú conoces el miedo del que deja su hogar y el dolor del que no sabe si volverá.
Protege, Señor, a los que caminan bajo el sol del desierto,
a los que cruzan mares con la esperanza entre las manos,
a los que duermen sin techo pero con fe en Ti.
Dales fortaleza cuando se sientan solos,
consuelo cuando sean rechazados,
y una mano amiga que les recuerde que aún hay bondad en este mundo.
Bendice a las naciones que los reciben,
para que no cierren sus puertas por miedo,
sino que aprendan a equilibrar la justicia con la misericordia.
Y enséñanos a nosotros, tus hijos,
a mirar al extranjero con los ojos de Cristo,
a ofrecer pan, abrigo y palabra de aliento,
porque sabemos que cuando servimos al migrante, te servimos a Ti.
“Fui forastero, y me recogiste.” (Mateo 25:35)
Amén.




