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Por momentos la vida nos hace caer, nos hace sentir que el cuerpo no da más, que las fuerzas se van y que el camino ya no tiene sentido. Sin embargo, hay personas que, aun en medio del dolor, deciden seguir corriendo. No por fama, no por medallas, sino porque algo más grande los impulsa desde adentro. Así es la historia de Kayla Montgomery, una joven atleta de Estados Unidos que se volvió símbolo de fe, esperanza y perseverancia. Su historia no es solo la de una corredora con esclerosis múltiple, sino la de una hija de Dios que aprendió a creer cuando todo parecía imposible.
Kayla nació en Winston-Salem, Carolina del Norte. Desde pequeña amaba correr, aunque nunca imaginó que ese simple gusto se convertiría en el escenario de una de las pruebas más duras de su vida. A los 15 años, cuando la mayoría de las adolescentes piensan en la escuela o los amigos, Kayla recibió un diagnóstico que cambió su mundo: esclerosis múltiple, una enfermedad que afecta el sistema nervioso y provoca pérdida de sensibilidad, debilidad y pérdida de control en los músculos.
Los médicos fueron claros: la enfermedad era progresiva. Con el tiempo, sus piernas podrían dejar de responder. Algunos le aconsejaron dejar el deporte y cuidar su salud. Pero Kayla no quiso rendirse. Lloró, oró y luchó contra la idea de que su vida estuviera definida por una palabra médica. No entendía por qué Dios permitía eso, pero decidió seguir corriendo, no solo por amor al deporte, sino para mostrar que la fe no se rinde ante el diagnóstico.
Correr cuando no sientes las piernas.
La historia que conmovió al mundo comenzó en las competencias de secundaria. Mientras otras chicas corrían para ganar, Kayla corría para sentir que todavía podía vivir. Cuando el esfuerzo físico hacía que su temperatura corporal subiera, el sistema nervioso se “apagaba” y sus piernas dejaban de responder. Ella cruzaba la meta y caía, literalmente sin poder detenerse. Su entrenador debía correr para sostenerla antes de que se desplomara. Esa imagen —una joven desvaneciéndose en brazos de su entrenador después de cruzar la meta— dio la vuelta al mundo.
Kayla lo explicaba con serenidad: “Durante la carrera no siento nada. Pero sé que estoy viva. Sé que puedo hacerlo”. Detrás de esa frase hay una lección profundamente espiritual. Muchos de nosotros corremos sin sentir. Corremos agotados, sin ver resultados, sin entender por qué seguimos. Sin embargo, Dios ve el esfuerzo invisible, ese que el cuerpo no puede explicar pero que el alma sostiene.
El apóstol Pablo escribió: “No saben que en una carrera todos corren, pero solo uno recibe el premio? Corran, pues, de tal manera que lo obtengan” (1 Corintios 9:24). No se refería solo al deporte, sino a la vida misma. Cada día es una carrera de fe donde el cuerpo puede fallar, pero el espíritu sigue avanzando.
Entre el dolor y la voz de Dios.
Kayla confesó que hubo momentos en los que quiso renunciar. Sentía frustración, miedo y enojo con Dios. Oraba y no sentía respuesta. Se preguntaba por qué el Señor le había permitido una enfermedad justo cuando descubría su pasión. Pero fue en medio de esa oscuridad cuando escuchó la voz que cambió su manera de ver la vida: “Kayla, vives para hoy, no para mañana.”
Esa frase la marcó profundamente. Entendió que Dios no siempre quita la tormenta, pero enseña a caminar bajo la lluvia. Su propósito no era ganar todas las carreras, sino mostrar que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad.
La Biblia dice: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9). Kayla lo vivió en carne propia. Cada paso que daba era un acto de fe, una declaración silenciosa de que Dios puede usar un cuerpo limitado para demostrar una fe ilimitada.
El milagro no fue la curación, sino la transformación.
Muchos esperaban que el milagro de Kayla fuera la sanidad completa. Pero el verdadero milagro fue su transformación interior. En vez de amargarse, decidió correr con propósito. Cada competencia se volvió una oración en movimiento. Mientras otros veían a una chica enferma, ella veía una oportunidad para glorificar a Dios.
Durante sus entrenamientos universitarios, Kayla llegó a representar a su equipo con un nivel de entrega que inspiró a miles. En una de las entrevistas más recordadas, dijo con una sonrisa: “Cuando me diagnosticaron, me sentí completamente sola. Pero descubrí que no lo estaba. Dios siempre estuvo ahí.”
Esa confesión muestra algo esencial: la fe no elimina la soledad ni el dolor, pero cambia la manera en que los enfrentamos. El creyente no siempre entiende los planes de Dios, pero confía en Su carácter. Y eso fue lo que sostuvo a Kayla: no saber el “por qué”, sino descansar en el “quién”.
Cuando el cuerpo se apaga y el alma despierta.
Cada carrera terminaba igual: Kayla cruzaba la meta, caía en brazos de su entrenador y quedaba inmóvil por unos minutos. Era una imagen poderosa, casi bíblica. Ver a alguien correr con toda el alma y luego caer, agotada pero victoriosa, recordaba las palabras de Isaías 40:31: “Pero los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán y no se cansarán; caminarán y no se fatigarán.”
Kayla no podía mantenerse en pie, pero su espíritu volaba. Y en ese instante, cuando ya no podía sostenerse por sí misma, alguien la sostenía. ¿No es eso lo que Dios hace con nosotros? Nos deja correr, nos deja entregarnos, y cuando ya no podemos más, Él corre hacia nosotros y nos toma en sus brazos.
La imagen del entrenador que la sostiene se ha convertido para muchos creyentes en una metáfora de Cristo: el Salvador que espera al final de la carrera para sostener a los suyos. No importa si llegas agotado, llorando, cojeando o arrastrándote; lo importante es que llegas. Y cuando caes, Dios te levanta.
Fe que inspira al mundo.
Con el tiempo, la historia de Kayla fue contada en documentales y programas de televisión. La presentaron como ejemplo de superación, pero ella siempre habló de algo más profundo. Decía que su verdadera fuerza no estaba en su entrenamiento físico, sino en su fe. “Cuando me siento débil, recuerdo que Dios me hizo fuerte de otras maneras”, expresó en una ocasión.
Esa frase contiene una verdad eterna. La cultura actual idolatra la perfección del cuerpo, el rendimiento y la productividad. Pero Kayla nos recuerda que el valor no está en lo que el cuerpo logra, sino en lo que el alma aprende mientras lucha. Dios no busca atletas perfectos, sino corazones dispuestos.
Cuando Pablo escribió sobre la “carrera de la fe”, no hablaba de velocidad, sino de perseverancia. “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). Kayla nos enseña cómo se vive eso en el siglo XXI: con una enfermedad, con limitaciones, pero con un espíritu indomable que se niega a rendirse.
Vivir para hoy.
En su camino espiritual, Kayla comprendió que Dios la estaba invitando a vivir el presente. No el futuro incierto de su salud, ni el pasado de su diagnóstico. Solo el hoy. Y en ese “hoy”, encontró paz.
Muchos de nosotros vivimos atrapados por lo que podría pasar mañana. El miedo al futuro nos roba la alegría del presente. Pero Jesús dijo: “No se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana traerá sus propias preocupaciones” (Mateo 6:34). La fe auténtica se vive en el hoy, en este paso, en este respiro, en este instante en que decidimos confiar.
Kayla aprendió eso a los 15 años, y lo puso en práctica cada vez que se ponía los tenis. No sabía si sus piernas resistirían toda la carrera, pero salía igual. Así deberíamos vivir todos los creyentes: sin saber lo que viene, pero confiando en quién nos sostiene.
La fuerza de una comunidad.
Otro aspecto admirable de su historia es la comunidad que la rodeó. Su entrenador, su equipo, su familia. Todos decidieron creer con ella. Eso nos recuerda que nadie corre solo en la fe. El cuerpo de Cristo es eso: un equipo. Cuando uno se cae, el otro lo levanta.
Gálatas 6:2 nos exhorta: “Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo.” A veces creemos que ser cristiano es hacerlo todo solo, pero el Evangelio nos enseña a depender unos de otros. Kayla no podía terminar sola; necesitaba que alguien la atrapara al final. Nosotros también necesitamos brazos espirituales que nos sostengan cuando no podemos más.
Qué importante es tener hermanos que oren, que animen, que digan “vamos, tú puedes, Dios no ha terminado contigo”. Porque una sola palabra puede reavivar la esperanza en un alma cansada.
El propósito de su historia.
Kayla no busca lástima. Su historia no es para generar compasión, sino para mostrar que la fe no elimina el sufrimiento, pero lo redime. Lo transforma en testimonio, en enseñanza, en vida. Cada carrera, cada caída, cada lágrima tiene propósito en las manos de Dios.
En un mundo que glorifica la perfección, Kayla encarna lo contrario: la gloria de Dios en la imperfección humana. Su vida proclama que el verdadero éxito no se mide por trofeos, sino por fidelidad. Y que las piernas más fuertes no son las que corren sin tropezar, sino las que se levantan una y otra vez confiando en el Señor.
Reflexión para nuestra vida.
Quizás tú no tengas una enfermedad, pero sientes que tus fuerzas se agotan. Tal vez has orado y no ves respuestas, o la carga parece demasiado pesada. Recuerda la historia de Kayla. No es solo la historia de una atleta, sino la de cualquiera que ha decidido seguir creyendo cuando el cuerpo dice “no puedo más”.
Dios no promete un camino fácil, pero sí promete su presencia. Cuando las piernas no respondan, el alma seguirá corriendo. Cuando la mente dude, la fe avanzará. Cuando el cuerpo caiga, el amor de Dios te sostendrá.
Jesús nunca dijo que no tropezaríamos. Dijo que estaría con nosotros hasta el fin del mundo. Y a veces, esa presencia se siente justo cuando ya no puedes correr más.
Una carrera con propósito.
Cada vez que Kayla terminaba una carrera, su entrenador la abrazaba y la sostenía hasta que recuperaba la sensibilidad. Es una imagen poderosa de lo que nos espera en el cielo: el momento en que cruzaremos la meta y caeremos en los brazos del Padre. Allí no habrá dolor, ni cansancio, ni enfermedad. Solo descanso y gozo eterno.
Hasta entonces, seguimos corriendo. No porque sea fácil, sino porque Cristo vale la pena.
Cierre espiritual.
Kayla Montgomery podría haberse rendido. Podría haber dicho “esto no es justo”. Pero eligió correr, creer y confiar. Su historia nos deja una lección inmortal: el cuerpo puede fallar, pero la fe no. Dios no siempre cambia las circunstancias, pero siempre cambia el corazón de quien confía en Él.
Si hoy sientes que tus piernas espirituales no responden, recuerda las palabras de Hebreos 12:2: “Fijemos la mirada en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz.” Él corrió primero, y ahora corre contigo.
No importa si el camino es cuesta arriba, si el dolor es constante o si el miedo intenta detenerte. Corre con todo lo que tengas, aunque sea poco. Dios no te juzgará por la velocidad, sino por la fidelidad.
Y cuando llegues al final, cuando ya no puedas dar un paso más, Él te sostendrá en sus brazos, igual que aquel entrenador sostuvo a Kayla. Porque al final, la carrera no es del más fuerte, sino del que persevera hasta el fin.
Oración final.
Señor Jesús, gracias por recordarnos que no se trata de correr sin caídas, sino de correr contigo. Gracias por usar vidas como la de Kayla Montgomery para mostrarnos que tu poder se perfecciona en nuestra debilidad. Ayúdanos a no rendirnos cuando no sintamos tus respuestas, a confiar cuando el camino duela, y a mantener la mirada puesta en Ti. Que cada paso que demos sea una oración silenciosa que diga: “Aquí sigo, Señor, aunque mis piernas no respondan, mi fe sigue viva.” En tu nombre, Jesús. Amén.





Gran ejemplo de vida. Gracias por publicar esta clase de testimonios, me anima a seguir adelante.
Que bonito testimonio