En tiempos donde las fronteras parecen más importantes que las personas, un obispo de Florida ha decidido levantar la voz, no para hacer política, sino para recordarnos lo que somos: hijos de Dios, no enemigos unos de otros. Monseñor William A. Wack, de la diócesis de Pensacola-Tallahassee, publicó una carta pastoral que ha causado debate en todo el país al pedir algo que suena tan simple, pero tan contracultural: “Debemos resistir la narrativa peligrosa de que todo migrante es una amenaza”.
Sus palabras se escucharon en medio de un clima político tenso, donde los discursos sobre deportaciones y muros vuelven a dividir corazones. El presidente Donald Trump ha insistido en endurecer las medidas migratorias, mientras millones de familias inmigrantes viven con miedo. Pero el mensaje del obispo no fue una respuesta partidista: fue una advertencia espiritual. “Cuando dejamos que el miedo dirija nuestras decisiones”, escribió, “ya no actuamos como cristianos, sino como esclavos de la desconfianza”.
Wack no habló desde un escritorio ni desde un despacho político. Su voz surgió del contacto con las comunidades migrantes de su diócesis, muchas de ellas formadas por trabajadores hispanos que sostienen gran parte de la economía local. Hombres y mujeres que limpian casas, construyen edificios o trabajan en el campo. Gente que rara vez aparece en los noticieros, pero que sufre el peso del prejuicio cada día.
El obispo reconoció que la protección de las fronteras es un deber legítimo de los gobiernos, pero recordó que ese deber nunca puede justificar la deshumanización. “Podemos asegurar nuestras fronteras sin cerrar nuestro corazón”, escribió. Una frase sencilla, pero que condensa la tensión moral de nuestra época: cómo mantener el orden sin perder la compasión.
El punto central de su carta no fue político, sino espiritual. Wack denunció que los cristianos han comenzado a adoptar, sin darse cuenta, el lenguaje del miedo. Palabras como “invasión”, “enemigos” o “amenaza” se han vuelto comunes incluso en los púlpitos. “El miedo al extranjero se ha normalizado”, escribió, “y eso no proviene del Espíritu Santo, sino del espíritu del mundo”.
Esta advertencia llega en un momento en que los discursos de odio y las simplificaciones políticas se vuelven virales con facilidad. En redes sociales, miles de usuarios comparten frases contra los migrantes sin detenerse a pensar que, detrás de cada cifra, hay una vida. El obispo pide al pueblo de Dios recordar algo que el mundo parece olvidar: cada ser humano, sin importar su país, lleva la imagen de Cristo.
La Biblia está llena de recordatorios sobre esto. Desde el libro del Éxodo, donde Dios ordena a su pueblo: “No oprimirás al extranjero, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto” (Éxodo 22:21), hasta las palabras de Jesús en Mateo 25: “Fui forastero y me recibiste”. No es un mensaje político, es un mandato divino. La acogida al extranjero no es una opción de caridad, es una prueba de fe.
Cuando Jesús era un bebé, tuvo que huir de su tierra con sus padres para salvar la vida. Él mismo fue un refugiado. En la historia de la salvación, Dios no se quedó en los palacios de los poderosos: caminó con los que huyen, con los que duermen al borde del camino, con los que cruzan desiertos. Por eso, cuando el cristiano desprecia al migrante, sin saberlo, desprecia al propio Cristo.
Monseñor Wack ha recibido tanto elogios como críticas. Algunos lo acusan de ser “demasiado político”. Otros lo llaman “valiente”. Pero él ha respondido con serenidad: “No hablo de política, hablo de humanidad. Y defender la vida, en todas sus etapas, incluye defender la dignidad del migrante.”
Sus palabras también son una llamada de atención a los creyentes que se sienten cómodos con un cristianismo sin compromiso social. No basta con orar los domingos si de lunes a sábado cerramos los ojos ante la injusticia. “La indiferencia”, decía el papa Francisco, “es el mayor enemigo del amor cristiano”.
En su carta, el obispo también reconoció que muchos migrantes cruzan ilegalmente, y que existen delincuentes que abusan del sistema. Pero advirtió que esos casos no pueden convertirse en excusa para condenar a millones que solo buscan sobrevivir. “La justicia y la misericordia no son enemigas”, recordó. “La verdadera sabiduría cristiana consiste en saber equilibrarlas.”
Y esa frase resume toda la enseñanza del Evangelio: Dios no nos pidió que eligiéramos entre ley o amor, sino que viviéramos ambas cosas en equilibrio. Jesús no vino a abolir la ley, sino a cumplirla con compasión. Por eso, cuando el cristiano defiende solo la ley sin compasión, se convierte en juez sin alma. Y cuando defiende solo la compasión sin justicia, se convierte en cómplice del desorden. La fe auténtica une verdad y amor.
La realidad migratoria en Estados Unidos y en el mundo es compleja. Hay crisis humanitarias, tráfico de personas, pobreza, violencia y gobiernos incapaces de dar respuesta. Pero el obispo no pretende resolverlo todo; su llamado es más profundo: comenzar con la conversión del corazón. Si los corazones se endurecen, ninguna ley bastará para sanar las heridas. Si los corazones se abren, incluso las leyes más duras pueden volverse humanas.
Este llamado no es exclusivo para católicos. Es una interpelación a todo creyente, sea evangélico, protestante o de cualquier denominación. Porque el Evangelio no pertenece a los partidos, pertenece a Cristo. Y Cristo no necesita votos, necesita discípulos que vivan su palabra.
Wack pidió a las comunidades de fe que se involucren de manera concreta: acompañar a familias migrantes, ofrecer ayuda, enseñar inglés, visitar centros de detención, y sobre todo, orar. Pero una oración que transforme, no que adorne. “No basta con decir ‘Dios los bendiga’, si al mismo tiempo apoyamos políticas o actitudes que los destruyen”, escribió. “La oración verdadera nace del amor, no del miedo.”
En su mensaje, también hizo un llamado directo a los líderes políticos, sin importar su color o ideología. Les pidió valentía para impulsar una reforma migratoria humana, realista y justa. “No se trata de abrir las puertas sin orden, ni de cerrarlas sin piedad”, explicó. “Se trata de mirar a las personas antes que a las cifras.”
Sus palabras podrían aplicarse a cualquier nación del mundo. Las fronteras son necesarias, pero el alma no debería tenerlas. Si una sociedad pierde la capacidad de compadecerse, pierde su humanidad. Si una Iglesia pierde la capacidad de defender la verdad aunque moleste, pierde su testimonio.
Jesús no fue neutral ante la injusticia. Tampoco fue partidista. Fue veraz. Y esa verdad lo llevó a la cruz. Por eso, el mensaje del obispo no busca popularidad. Busca fidelidad. Ser fiel al Evangelio es más difícil que ser fiel a un partido. Y en este tiempo de confusión, cuando cada grupo usa a Dios para justificar sus posturas, el mayor acto de valentía es recordar que Dios no pertenece a ningún lado, sino que nos llama a todos a su Reino.
Wack también habló de los niños separados de sus padres en la frontera. Dijo que cada vez que un niño llora en un centro de detención, el cielo se entristece. No importa quién esté en la Casa Blanca; la responsabilidad moral es de todos. Las lágrimas no entienden de política, solo de dolor.
El mensaje final de su carta es esperanzador: todavía hay tiempo de sanar, de aprender, de cambiar. Todavía podemos volver a mirar al migrante con los ojos de Cristo. Todavía podemos resistir la cultura del miedo y abrazar la cultura del amor.
El obispo sabe que sus palabras no agradarán a todos. Pero el Evangelio nunca fue diseñado para agradar, sino para transformar. Cuando Jesús dijo: “Amen a sus enemigos”, no estaba haciendo diplomacia; estaba estableciendo el camino del Reino.
Su carta, más que una opinión, es un espejo. Nos obliga a mirarnos y preguntarnos: ¿a quién nos parecemos más hoy, al samaritano que se detuvo o al sacerdote que pasó de largo?
Los migrantes no son una amenaza, son un recordatorio. Un recordatorio de que el Reino de Dios no tiene pasaportes ni muros. Un recordatorio de que cada frontera que levantamos afuera empieza primero dentro del corazón.
Oración final
Señor Jesús, que cruzaste fronteras para encontrarnos, danos un corazón sensible al dolor del que huye, del que busca un lugar donde ser recibido. Perdona nuestra indiferencia, nuestros juicios y nuestros silencios. Enséñanos a ver con tus ojos, a hablar con tu verdad y a amar con tus manos. Que tu Iglesia sea refugio, no trinchera. Y que cada creyente, sin importar su bandera, elija siempre la compasión sobre el miedo. Amén.




