martes, noviembre 25, 2025

Pastores encarcelados en China: la fe que desafía al poder y conmueve al mundo.

Durante siglos, los cristianos han aprendido que la fe no siempre florece en templos de mármol ni en altares adornados, sino en cárceles oscuras, en sótanos improvisados y en hogares donde se ora en voz baja por temor a ser escuchado. Esa historia, que parecía lejana en los libros de martirio, hoy vuelve a escribirse con nombres nuevos, rostros asiáticos y lágrimas modernas. En la China actual, miles de creyentes viven su fe bajo vigilancia, y algunos han pagado un precio altísimo por no ceder ante el control del Estado. Lo que hace unos días ocurrió con la detención de varios pastores y líderes cristianos no es un caso aislado: es el eco de una batalla silenciosa entre el poder y la conciencia.

Estados Unidos, a través del secretario de Estado Marco Rubio, condenó recientemente lo que calificó como una “represión sin precedentes” contra la Iglesia Sión, una comunidad cristiana no registrada que reúne a miles de creyentes en distintas ciudades de China. Según los reportes, decenas de pastores fueron arrestados, entre ellos el reconocido pastor Mingri “Ezra” Jin, junto con otros miembros de su congregación. Muchos fueron interrogados, otros incomunicados, y algunos simplemente desaparecieron. Para el régimen, su delito fue no someterse a las normas del Partido Comunista sobre religión; para ellos, fue permanecer fieles al Evangelio.

En medio del ruido político y diplomático que siguió a estas detenciones, hay algo que trasciende los titulares: hombres y mujeres sencillos, padres, madres, jóvenes, que eligieron seguir reuniéndose en nombre de Cristo aun sabiendo que podían ser arrestados. En sus casas, las Biblias se esconden como si fueran tesoros prohibidos. Las canciones de adoración se cantan en voz baja, con el corazón en alto. Y sin embargo, en ese silencio vigilado, se escucha una fe viva que ninguna dictadura puede apagar.

La condena internacional no se hizo esperar. Rubio declaró que “Estados Unidos exige la liberación inmediata de todos los líderes y fieles cristianos detenidos por el Partido Comunista Chino”, recordando que la libertad de religión es un derecho humano fundamental. Pero más allá del discurso político, lo que realmente conmueve a quienes seguimos a Cristo es la valentía de aquellos que viven el evangelio donde creer cuesta la libertad.

No se trata solo de una cuestión diplomática, sino espiritual. Cuando el Estado busca controlar la fe, el alma humana responde con resistencia. El pastor Ezra Jin, conocido por sus mensajes sobre la fidelidad a Dios por encima de cualquier gobierno, ya había sido hostigado durante años. Sus sermones insistían en una verdad sencilla y poderosa: “Si Cristo es el Señor, ningún poder puede ocupar su lugar”. Esa afirmación, que en otros contextos sonaría teológica, en su país se convirtió en una declaración de desobediencia civil. Y por eso hoy está tras las rejas.

China no reconoce a las iglesias que no estén registradas en la Asociación Patriótica Católica o en el Movimiento de las Tres Autonomías, ambos controlados por el gobierno. En la práctica, esto significa que cada sermón, cada himno, cada actividad debe alinearse con la ideología oficial. Los templos autorizados exhiben retratos del presidente junto a cruces, y las predicaciones deben resaltar “el amor a la patria” tanto como el amor a Dios. Pero las iglesias domésticas —como la Sión— se niegan a sustituir la verdad divina por un credo político. Ellos dicen que el Evangelio no necesita permiso.

Detrás de las cifras oficiales se esconden historias reales. Una mujer relató que su esposo fue llevado en plena madrugada por agentes vestidos de civil. Solo alcanzó a decirle: “No llores, Cristo está conmigo”. Otro joven pastor fue obligado a firmar una declaración renunciando a su ministerio, bajo amenaza de ser enviado a un “centro de reeducación”. Pero al día siguiente, en secreto, volvió a reunir a su grupo en una casa humilde para compartir el pan y orar. Es en esos lugares donde la Iglesia primitiva revive, donde la fe deja de ser una palabra para convertirse en una entrega total.

Rubio no fue el único en pronunciarse. Organizaciones cristianas internacionales como ChinaAid y Open Doors alertaron que esta ola de arrestos podría ser “la mayor persecución coordinada en cuatro décadas”. Sin embargo, lo que para el mundo es una crisis, para muchos creyentes chinos es un renuevo. Ellos dicen que mientras haya un solo corazón encendido, el fuego del Evangelio no se apagará. Y quizá tengan razón: la historia demuestra que cada intento de silenciar a la Iglesia termina multiplicando su voz.

En este contexto, las palabras de Jesús cobran vida: “Si a mí me persiguieron, también a ustedes los perseguirán” (Juan 15:20). No son promesas tristes, sino advertencias llenas de esperanza. Cristo nunca prometió popularidad ni comodidad, sino una corona incorruptible para quienes permanecen fieles. En un mundo donde muchos cambian su fe por conveniencia o miedo, los creyentes de China nos recuerdan que seguir a Jesús implica cargar una cruz real.

El contraste es inevitable. En naciones donde hay libertad de culto, a veces los templos se vacían por apatía o por simple rutina. Mientras tanto, en países donde la fe es delito, los creyentes se reúnen en la oscuridad, arriesgando todo por unos minutos de comunión. Ellos entienden que la Iglesia no es un edificio, sino un cuerpo vivo que respira a pesar de las cadenas. Su ejemplo confronta nuestro cristianismo cómodo y nos obliga a preguntarnos: ¿qué tan dispuestos estamos nosotros a sufrir por Cristo?

No se trata de sentir culpa, sino de despertar. La persecución en China no es solo una noticia lejana; es una llamada de atención para toda la Iglesia global. Nos invita a orar, a defender la libertad de fe y, sobre todo, a vivir con la misma pasión. Porque si el Evangelio es verdad, merece ser anunciado con la misma valentía con la que aquellos pastores lo predican bajo amenaza.

La respuesta del gobierno chino ante las críticas fue predecible: acusó a Estados Unidos de interferir en sus asuntos internos y aseguró que regula los temas religiosos “de acuerdo con la ley”. Pero la pregunta es: ¿qué ley puede justificar encarcelar a quien ora, o confiscar Biblias, o demoler templos donde se enseña el amor al prójimo? Cuando las leyes humanas contradicen la ley divina, los creyentes deben decidir a quién obedecer. “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).

A lo largo de la historia, esa decisión ha marcado el destino de los santos. Daniel prefirió el foso de los leones antes que negar su oración. Pedro y Juan fueron encarcelados por predicar el nombre de Jesús. Pablo escribió sus cartas desde una celda húmeda en Roma. Hoy, los nombres son otros, pero el espíritu es el mismo. Los cristianos perseguidos de China son los herederos de esa misma fe inquebrantable.

Lo más admirable es su actitud. No responden con odio ni con violencia. No convocan protestas ni buscan venganza. Simplemente oran. Oran por sus perseguidores, por su país, por la salvación de quienes los acusan. Ellos entienden que el Reino de Dios no se defiende con espadas, sino con rodillas dobladas. Y esa oración silenciosa tiene más poder que cualquier discurso político. Esas lágrimas invisibles riegan la tierra donde, tarde o temprano, germinará la libertad.

En su declaración, Rubio mencionó algo que pocos líderes políticos suelen decir: “La fe es un derecho que no proviene del Estado, sino de Dios mismo”. Esa frase resume una verdad profunda. Ningún gobierno puede otorgar la libertad de creer, porque esa libertad está inscrita en el alma. Pueden encarcelar cuerpos, pero no espíritus. Pueden destruir templos, pero no detener la adoración que brota del corazón. Y esa es la razón por la cual el cristianismo ha sobrevivido a imperios, inquisiciones y dictaduras: porque su fuerza no está en las estructuras, sino en la convicción interior de que Cristo vive.

Para muchos creyentes chinos, las cárceles se han convertido en lugares de testimonio. Algunos guardias han conocido el Evangelio a través de los prisioneros que custodian. Otros han sido conmovidos por la paz con la que los detenidos enfrentan la injusticia. En medio del sufrimiento, ellos siguen compartiendo la Palabra, recordando las palabras de Pablo: “Lo que a mí me ha sucedido ha redundado más bien para el progreso del Evangelio” (Filipenses 1:12). La fe no se detiene con barrotes; al contrario, se fortalece en la prueba.

Hay algo profundamente espiritual en este tipo de valentía. No se trata de fanatismo ni de rebeldía, sino de amor. Amor a Dios por encima de todo. Amor que no busca reconocimiento ni recompensa. Amor que cree que vale la pena sufrir por la verdad. Ese amor es el que Jesús mostró en la cruz, el que transformó a pescadores en apóstoles, y el que hoy transforma a creyentes anónimos en héroes de fe.

A veces, los que vivimos en países libres olvidamos lo que significa esa palabra. La libertad se desgasta cuando se da por sentada. Pero escuchar historias como la de la Iglesia Sión nos recuerda que cada culto, cada Biblia abierta, cada oración pública, es un privilegio que otros no tienen. Por eso, el llamado es doble: agradecer y actuar. Agradecer a Dios por la libertad que tenemos, y actuar orando, informando y apoyando a quienes no la tienen.

El movimiento cristiano en China no muestra señales de rendirse. Pese a los arrestos y la censura digital, la fe sigue creciendo. En las redes clandestinas, los creyentes comparten versículos codificados, audios de predicaciones ocultas y mensajes de ánimo. Son pequeñas luces en la oscuridad digital, pero suficientes para mantener viva la esperanza. Uno de esos mensajes dice: “Pueden callar nuestras voces, pero no nuestro gozo”. Esa frase, simple pero poderosa, resume el espíritu de toda una generación que se niega a vivir sin Cristo.

Rubio, al pronunciar su condena, se convirtió en portavoz de algo más grande que la política: de la conciencia universal que reconoce que la fe no puede ser encarcelada. Su voz se unió a la de millones de cristianos que oran en todo el mundo por China, por Corea del Norte, por Irán, por todos los lugares donde confesar el nombre de Jesús es un riesgo. Esas oraciones cruzan fronteras, atraviesan muros y llegan al trono de Dios, donde ninguna censura alcanza.

“Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:10). Esa promesa sigue siendo el refugio de los perseguidos. No buscan gloria terrenal ni reconocimiento internacional. Solo anhelan permanecer fieles hasta el fin. Y aunque el mundo no los vea, el cielo los conoce por nombre.

Quizás la mayor lección de esta historia no sea política, sino espiritual. Los gobiernos cambian, las leyes se modifican, los regímenes pasan, pero la Palabra de Dios permanece. Los que hoy están presos por su fe son testigos vivos de que el Evangelio sigue siendo una fuerza que incomoda al poder, porque proclama una verdad más alta: que hay un solo Señor, y no está en un palacio, sino en el corazón de los creyentes.

Mientras los medios informan y los diplomáticos discuten, los cristianos perseguidos siguen cantando. Lo hacen en voz baja, a veces entre lágrimas, pero con convicción. Saben que su fe no depende de la aprobación humana. Ellos no buscan sobrevivir: buscan ser fieles. Y en esa fidelidad está su victoria.

Nosotros, desde la distancia, no podemos permanecer indiferentes. Podemos alzar la voz, compartir sus historias, y sobre todo, orar. Porque la oración es el arma invisible que derrumba muros más altos que cualquier fortaleza política. Cada vez que intercedemos por los perseguidos, nos unimos a una cadena invisible de esperanza que atraviesa continentes.

Que esta noticia no sea solo un titular pasajero, sino una chispa que encienda nuestro corazón. Que la valentía de los pastores encarcelados nos inspire a vivir un cristianismo más real, más comprometido, más vivo. Porque mientras haya un creyente dispuesto a decir “Jesús es Señor”, el mundo no podrá apagar la luz.

Hoy, esa luz brilla desde las sombras de una prisión en China. Y su resplandor alcanza hasta nosotros, recordándonos que el Evangelio nunca fue cómodo, pero siempre fue victorioso. La cruz sigue en alto, y aunque el mundo la intente ocultar, su mensaje no ha cambiado: el amor vence al miedo, la verdad vence al poder, y Cristo reina por los siglos de los siglos.

“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Esa es la libertad que ningún régimen puede arrebatar.

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