martes, noviembre 25, 2025

Un ciego con visión

La historia de Bartimeo (Marcos 10:46-52) es breve, pero encierra una de las lecciones más poderosas del Evangelio. Bartimeo estaba condenado a vivir en la orilla del camino, dependiendo de la compasión de otros. No tenía nada: ni vista, ni oportunidades, ni esperanza. Sin embargo, lo que parecía su mayor limitación se convirtió en la llave de su milagro: su fe lo hizo ver más allá de lo que sus ojos podían mostrarle.

Cuando escuchó que Jesús pasaba, Bartimeo reconoció algo que muchos no podían ver: entendió que no era un maestro cualquiera, sino el Hijo de David, el Mesías. En medio de su oscuridad, tuvo claridad espiritual. Su clamor no fue producto de la desesperación solamente, sino de una convicción: “Él puede cambiar mi vida”.

Las voces que lo mandaban callar representan todo aquello que intenta apagar nuestra fe: la duda, la vergüenza, la opinión de los demás, el desánimo. Pero Bartimeo perseveró, porque sabía que esa era su oportunidad. Y cuando Jesús se detuvo, todo cambió.

El detalle más profundo es que Bartimeo no solo recibió la vista; recibió un nuevo destino. El texto dice que, después de ser sanado, “siguió a Jesús en el camino”. Es decir, pasó de estar sentado a un lado, mendigando, a caminar con propósito junto al Maestro. Su visión restaurada lo llevó a una vida transformada.

En nuestra vida podemos tener ojos sanos pero corazones ciegos: vemos lo material, pero no discernimos lo espiritual; observamos los problemas, pero no vemos las promesas de Dios. Bartimeo nos recuerda que la verdadera visión no comienza en los ojos, sino en la fe.

Hoy, Cristo sigue pasando por nuestro “camino”. La pregunta es: ¿clamaremos como Bartimeo, aunque las voces nos quieran silenciar? ¿O nos quedaremos en la orilla, conformes con la oscuridad? Un ciego con visión nos enseña que la fe insistente abre la puerta a un futuro nuevo.

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