En la Palabra de Dios encontramos una distinción profunda entre la Ley y la Gracia. La Ley fue dada por Dios a través de Moisés para mostrar al pueblo de Israel lo que es santo, justo y bueno. Era un espejo que reflejaba la santidad de Dios y, al mismo tiempo, la incapacidad humana de cumplir con ese estándar perfecto. Como dice Romanos 3:20:
“ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado.”
La Ley revela nuestra necesidad, pero no nos da el poder para vencer el pecado. Nos muestra la deuda, pero no ofrece el pago. En cambio, la Gracia es el regalo inmerecido de Dios en Jesucristo. Juan 1:17 lo explica claramente:
“Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.”
La Gracia no anula la Ley, sino que cumple lo que la Ley no pudo hacer: justificarnos y darnos vida nueva. Donde la Ley decía “haz”, la Gracia proclama “hecho”. En la cruz, Jesús cumplió toda justicia y abrió un camino de reconciliación para que no vivamos bajo condenación, sino bajo perdón y libertad.
Esto no significa que ahora vivamos sin reglas o de manera desenfrenada. La Gracia nos enseña a vivir en santidad, no por obligación sino por amor y gratitud. Como dice Tito 2:11-12:
“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente.”
La Ley nos señala lo que somos sin Cristo: culpables y condenados. La Gracia nos muestra lo que somos en Cristo: perdonados y redimidos. Por eso, nuestra confianza no está en nuestras obras, sino en la obra consumada de Jesús.
En conclusión, la Ley nos lleva a reconocer nuestra necesidad, y la Gracia nos lleva a Cristo, quien nos da libertad, salvación y una vida transformada. Ya no vivimos bajo el yugo del deber, sino bajo el gozo del amor de Dios que nos sostiene cada día.




