En Somoscristianos.org conectamos corazones con Cristo.
Así comenzó la historia de matrimonio de Armando. Llevo 25 años casado con una mujer maravillosa. Es buena madre, compañera fiel y amiga en las batallas. Juntos levantamos un hogar y criamos tres hijos. Desde afuera, parecíamos fuertes y bendecidos. Y sí, lo somos. Pero también somos humanos. A veces, incluso en los matrimonios más firmes, hay sombras que se asoman desde lugares que no controlamos. La mía venía de un lugar que yo no viví: el pasado de mi esposa.
Cuando comenzamos a salir, a finales de 1999, ella mencionó una relación breve anterior. Me dijo que habían sido alrededor de seis meses, con muchas ausencias por el “trabajo” de él. Yo tenía 31 años y un deseo genuino de formar una familia. La tomé en serio desde el inicio. No sospeché que, años después, fragmentos de esa historia llegarían a tocar a nuestra puerta.
Nuestra vida en Estados Unidos no empezó fácil. Somos de países distintos, pero llegamos buscando lo mismo: una oportunidad. Antes de conocernos, ella intentó venir a Estados Unidos en 1994 sin lograrlo. En 1997 lo intentó de nuevo con ayuda de coyotes. En ese contexto conoció a aquel hombre. Su labor era “organizar” pasos, alojar migrantes temporalmente y coordinar cobros. Ahí se cruzaron sus caminos.
No fue una relación sana. Hubo manipulación, violencia y decisiones tomadas desde la inmadurez y el miedo. Hubo momentos que hoy duelen al recordarlos. Tras un nuevo intento de cruce, y por las políticas de aquel tiempo, ella logró entrar acompañada de un menor, situación que más tarde complicaría su historia migratoria. Al llegar, la red criminal la separó del niño y de los documentos. Con el paso del tiempo, ella terminó viviendo con ese hombre. No fue amor; fue un círculo de control, abusos y silencios.
Ella me compartió que él desaparecía por semanas, que la humillaba, que la forzó a tomar medidas para evitar embarazos, que la trató con desprecio. También me dijo que tenía hijos con diferentes mujeres y que su actividad principal era el tráfico de personas. En 1999 lo arrestaron; después colaboró con las autoridades y, según versiones de terceros, más adelante habría huido de Estados Unidos. Todo fue noticia. Todo fue dolor.
Yo conocí a mi esposa justo en aquellos días oscuros, sin tener idea de lo que había vivido. La vi trabajar con responsabilidad, la vi seria, esforzada y con deseos de salir adelante. Comenzamos a salir tiempo después, fuimos novios durante 2000 y en 2001 decidimos vivir juntos. En 2002 nació nuestro primer hijo, y luego llegaron dos más. Ella ha sido fiel, leal y dedicada. Construimos una familia hermosa. Por años, caminamos en paz. Hasta que el pasado llamó de nuevo.
En 2011, dos agentes federales tocaron a mi puerta preguntando por ella. Decían que figuraba como pareja del hombre detenido en 1999, que habían vivido juntos, que existía una dirección en común. Los dejé pasar pensando que lo correcto era colaborar. Interrogaron a mi esposa; investigaron nuestra vida. Hubo momentos duros, malentendidos y temores. Incluso yo fui señalado en un caso relacionado con tráfico humano. Demostré mi inocencia y el proceso se cerró; pero el golpe al corazón ya estaba dado. Fue como si las sombras antiguas hubieran entrado a la sala de nuestra casa.
Con el tiempo y con apoyo legal, pedimos el historial migratorio a través de FOIA. Allí supimos que mi esposa tenía una orden de deportación por no haberse presentado a corte. También constatamos que ella no tenía antecedentes criminales. El hombre, en cambio, sí: múltiples cargos, y referencias a prácticas que herían profundamente la dignidad, incluyendo el uso de menores. Leer todo aquello me partió. No por celos, sino por dolor: duele imaginar que la persona que amas haya pasado por una historia marcada por violencia, decisiones equivocadas y ambientes peligrosos.
Caí en depresión. Me costaba dormir, trabajar, concentrarme. Me sentía roto. Y en medio del llanto, doblé mis rodillas y clamé a Dios. Le pedí que me ayudara a perdonar, a sanar, a no convertir el pasado en un verdugo de nuestro presente. Le pedí que me devolviera la paz, que guardara a nuestra familia y que me enseñara a amar a mi esposa de nuevo, sin cadenas invisibles.
Dios me escuchó. “Él sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas.” — Salmo 147:3. Empecé a descubrir que, en Cristo, el pasado no manda. El pasado explica, pero no define. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” — 2 Corintios 5:17. No fue magia ni de un día para otro. Fue un camino de oración, consejería, conversaciones honestas y decisiones diarias. “El amor es paciente, es bondadoso… todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.” — 1 Corintios 13:4,7. Aprendí que perdonar no es negar la realidad, sino ponerla en manos de Dios para que Él haga lo que nosotros no podemos.
Seguimos enfrentando asuntos migratorios. Hay miedos reales, y trabajamos con un abogado que conoce toda la historia. Caminamos en verdad, sin esconder nada. “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.” — Juan 8:32. La libertad empieza con la luz, incluso si al principio duele.
A quienes leen esto, les digo algo desde el corazón: el pasado de las personas no es un trámite; es una batalla invisible que influye en los silencios, en las noches en vela, en las reacciones que no entendemos. En nuestro caso, no hubo “héroes” perfectos. Hubo pecado, miedo, violencia y decisiones humanas. Pero también hubo gracia. La gracia no borra la historia, la redime. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” — Romanos 5:20.
Hoy puedo decir que amo a mi esposa no por la versión ideal que inventé en mi mente, sino por la mujer real que es: una hija de Dios que también está sanando. Ella no es la persona de aquel pasado; yo tampoco soy el hombre que no sabía perdonar. La cruz de Cristo se volvió nuestra mesa de trabajo: allí hablamos, lloramos, oramos y decidimos volver a empezar. Cada día.
Si tú estás luchando con el pasado de alguien que amas, te dejo algunas verdades que nos sostienen:
Cristo puede sanar lo que no se nombra. Atrévete a hablar con Dios y con la persona que amas. La luz sana.
Perdonar no niega el dolor; lo entrega a Dios. El perdón es un proceso, no un evento.
La verdad no destruye; libera. Decir la verdad con amor y escucharla con humildad abre caminos.
Hay heridas que necesitan ayuda profesional. Consejería cristiana y apoyo legal responsable no compiten con la fe; la acompañan.
Tu historia no terminó. Mientras haya vida y Cristo esté presente, hay redención posible.
Nuestra situación migratoria sigue en curso. No idealizo el camino: habrá trámites, preguntas difíciles y quizá puertas que se abran lentamente. Pero ahora caminamos juntos, de la mano de Dios y en verdad. “Echa sobre el Señor tu carga, y Él te sustentará.” — Salmo 55:22.
Oración.
Señor Jesús, tú conoces cada capítulo de nuestra historia. Te entrego mi dolor, mis preguntas y mis miedos. Te pido sanidad para mi corazón y para el corazón de mi esposa. Danos valentía para caminar en la verdad, sabiduría para tomar decisiones correctas y amor para reconstruir lo que fue herido. Que tu perdón nos enseñe a perdonar, que tu paz gobierne nuestra casa y que tu Espíritu nos guíe paso a paso. Te pedimos también tu favor en los procesos legales y migratorios: abre puertas conforme a tu voluntad, rodea nuestro caso de justicia y misericordia, y que en todo tu nombre sea honrado. En tu nombre oramos, amén.
Si hoy te sientes solo en tu batalla, no lo estás. Dios está contigo, y aquí hay alguien más que entiende lo que se siente. Sigo luchando, orando y sanando. Y si Dios usa nuestra historia para abrazar la tuya, habrá valido la pena contarla.




